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Hoy 22 de Mayo estaría cumpliendo 81 años de su nacimiento el Maestro Facundo Cabral
El 9 de julio de 2011, Facundo Cabral murió acribillado en la Ciudad de Guatemala. Ésta es la historia de cómo se gestó el asesinato, y la de Alejandro Jiménez, El Palidejo, el hombre que espera juicio en una cárcel guatemalteca acusado de ser el autor intelectual del crimen.
ESTE ES UN NUEVO DIA.
FACUNDO CABRAL (EN VIVO)
Un humilde tributo al Maestro en su fecha natal y a la vez una reseña de como unas mentes y manos miserables segaron su ilustre existencia aquel fatídico 09 de julio del año 2011, apagando su voz pero nunca su trayectoria y enseñanzas...
Fecha de nacimiento: 22 de mayo de 1937, La Plata, Argentina
Fallecimiento: 9 de julio de 2011, Ciudad de Guatemala, Guatemala
El trovador tenía setenta y cuatro años pero conservaba su
figura elegante. Vestía jeans, suéter azul y chaqueta café y ocultaba sus ojos,
que ya no veían bien, tras unas gafas de vidrio de botella del mismo color.
Facundo Cabral pisó con parsimonia el escenario del Teatro Roma de Xela,
Guatemala, en la fría noche del 7 de julio de 2011. En una mano portaba un
bastón de madera y en la otra la guitarra, la inseparable. Se sentó en una
silla y comenzó a desplegar un repertorio que había acompañado media vida a
gente como Raúl Barreno, que lo contemplaba hipnotizado desde una butaca en la
décima fila. Hacía diez años que había asistido en el mismo lugar a un
concierto del argentino, pero le parecía como si lo escuchara por primera vez.
Durante poco más de una hora Cabral compartió su fidelidad
al amor, a Dios y a su madre, a la que recordó como siempre: “Mi madre era una
mujer grandiosa, divina, durísima, porque cuando tenía nueve años, cuando me
fui, me dijo que ése era el último regalo que me daba. El primero había sido la
vida y el segundo, y último, la libertad para vivirla”. Recitó “Mi pobrecito
patrón” y “Éste es un nuevo día”, canciones que hablan del amor y la
convivencia a pesar de haber sido un niño alcohólico, sufrir la cárcel y
después el exilio. “Porque uno no vive solo y lo que a uno le pasa le está
sucediendo al mundo, única razón y causa”, susurraba en la introducción de “No
soy de aquí, ni soy de allá”.
Ése fue el tema que cerró el concierto.
Antes de rasgar los últimos acordes, Cabral se levantó por
un instante y encorvándose para reverenciar al público, se despidió:
—Gracias por la amistad de tantos años. Sepan que fueron una parte importante de mi felicidad. Sepan que los voy a llevar en mi corazón hasta el momento final.
—Gracias por la amistad de tantos años. Sepan que fueron una parte importante de mi felicidad. Sepan que los voy a llevar en mi corazón hasta el momento final.
Al bajarse el telón, Facundo Cabral dejó de recitar para
siempre. Fue su última actuación. Su voz se esfumó dos días después cuando fue
acribillado en un coche camino al aeropuerto de la ciudad de Guatemala.
El 9 de julio de 2011, Facundo Cabral murió acribillado en la Ciudad de Guatemala. Ésta es la historia de cómo se gestó el asesinato, y la de Alejandro Jiménez, El Palidejo, el hombre que espera juicio en una cárcel guatemalteca acusado de ser el autor intelectual del crimen.
Sobre la pared de la sala de Henry Fariñas colgaba un cuadro
en el que aparecía Facundo Cabral juntó a él, su esposa y sus dos hijos. En el
librero guardaba los discos del argentino, e incluso coleccionaba los libros y
entrevistas en las que era protagonista al que llamaba “maestro”. Hacía años
que eran amigos y Fariñas, un empresario nicaragüense del mundo del
espectáculo, había llevado a Cabral a Nicaragua en varias ocasiones y
gestionado otros conciertos en Centroamérica, entre ellos el último celebrado
en Xela. La íntima relación que los unía llevó a este hombre de cuarenta y dos
años, de pelo chino y ojos negros, a estar presente en los últimos momentos de
la vida del cantautor. Aquel 9 de julio de 2011, Fariñas insistió en llevarlo
al aeropuerto en su Range Rover blanco, el mismo que apenas unos minutos
después sería baleado por veinticinco disparos, tres de los cuales matarían a
Cabral. Fariñas sobreviviría.
Cuando todavía dos mil personas lloraban en la ciudad de
Guatemala al artista en la escena del crimen, Fariñas testificó que el autor
intelectual del asesinato había sido Alejandro Jiménez, un supuesto
narcotraficante costarricense que lo quería muerto por haberse negado a
venderle el Elite Night Club, el antro nocturno que regentaba en Managua. En el
momento en que se presentaba al mundo como un empresario y promotor musical
honrado, víctima de la coacción del narco, el teniente José León Gadea y el
inspector Pedro Manuel Sánchez, de la policía de Nicaragua, ya lo tenían
fichado. Desde 2010 le seguían la pista por pertenecer a una organización de
tráfico de drogas internacional.
Ese año, según la investigación, Fariñas entró a formar
parte de la red liderada por Gabriel Maldonado Siller, un ex policía federal
mexicano, el colombiano Francisco García, alias El Fresa, y
Alejandro Jiménez, El Palidejo. Precisamente en el Elite Night
Club, en sesiones privadas de mujeres, alcohol y miles de dólares, Fariñas
trabó amistad con El Palidejo, quien depositó su confianza en él
para gestionar la ruta en Nicaragua. La relación fructificó durante un año. No
era extraño ver a Fariñas visitando a su amigo en Costa Rica, quien lo
presentaba como un allegado a la familia.
En mayo de 2011, sin embargo, la ambición lo perdió. Las
autoridades nicaragüenses capturaron a Siller y desmantelaron su banda, Los
Charros. Fariñas, según las investigaciones policiales, aprovechó el
descabezamiento de la organización para robar mercancía e intentar venderla por
su cuenta. El Palidejo, según las autoridades, decidió vengarse.
Catorce meses después del asesinato de Facundo Cabral, la
justicia nicaragüense condenó a Fariñas a treinta años de prisión, la pena
máxima, por tráfico internacional de drogas, lavado de dinero y crimen
organizado.
Cuando veía la sotana blanca asomarse por el pasillo,
Alejandro Jiménez se escondía inmediatamente. Todos los alumnos del Colegio
Claretiano (Alajuela, Costa Rica), conocían la fama del padre Praxas Morillo,
un ex boxeador que acostumbraba abofetear a los jóvenes que se portaban mal.
Más de una vez le tocaron los golpes, como aquella ocasión en que puso una
tachuela en el asiento de un profesor.
En un salón gigante, lleno de escritorios de madera, donde
cuarenta jóvenes entre trece y quince años, vestidos con camisa blanca y
pantalón negro, leen la Biblia en silencio, se crió El Palidejo.
Era un chico alto, muy delgado, que siempre portaba un reloj negro deportivo y
lucía un peinado de puntas lleno de gel, al estilo de los New Kids on the
Block, el grupo juvenil que causaba sensación a finales de los años ochenta.
“Era muy promedio: ni brillante, ni problemático. Jugaba básquet. Era muy
tranquilo, nada agresivo, ni mal hablado, ni vicioso… nunca destacó por nada”,
recuerda Juan Fernando Varas, compañero en la escuela durante más de quince
años. En un colegio de hombres, “de ambiente hostil y violento”, Alejandro se
caracterizaba por ser un niño callado que rehuía los conflictos.
Este año, cuando Juan Fernando vio en la televisión a un
tipo corpulento, de tez clara y pelo rapado, con las manos esposadas y rodeado
de policías, tardó en reconocerlo. Después de rebuscar en su memoria se llevó
una sorpresa mayúscula al confirmar que ese nombre estaba entre los egresados
en su promoción, 1991. “Nunca me imaginé que estuviera en malos pasos, a lo
sumo fumábamos el típico cigarro de adolescentes”. El mismo chico con el que en
una ocasión debía hacer un trabajo de biología y en su lugar pasaron la tarde
viendo la televisión; el mismo que llevaba siempre el almuerzo en tuppers a
la escuela mientras los demás lo compraban en la tienda de doña Ana ahora
aparecía ante las cámaras acusado de ser el autor intelectual del asesinato de
Facundo Cabral y uno de los mayores narcotraficantes de Centroamérica.
La reacción de sorpresa de Juan Fernando fue la misma que
recorrió Alajuela el día de la captura de Alejandro Jiménez. En esta localidad
de cien mil habitantes, el clima es templado y la vida transcurre entre las
compras en la tienda de la esquina, los partidos de la Liga —el equipo de
futbol—, y los domingos de chifrijo, un plato típico de chicharrón de cerdo. Es
un claro ejemplo del eslogan que recibe a los visitantes en el aeropuerto
internacional de San José, situado a tres kilómetros: “Bienvenidos al país más
feliz del mundo”. Desde que en 1831 naciera aquí Juan Santamaría, uno de los
héroes nacionales de Costa Rica, pocas cosas destacables han pasado en la
ciudad. “Lo único característico es que todos aquí tienen un apodo”, asegura un
vecino. En ese contexto de escenas costumbristas transcurrió la infancia
de El Palidejo, que por aquel entonces era El Chavo,
por su parecido al Chavo del 8.
Durante las vacaciones de Semana Santa, toda la familia se
reunía en una finca a las afueras del pueblo. Los hermanos y los primos de
Alejandro jugaban al futbol o corrían por el césped hasta caer rendidos. En la
mesa de los adultos departía su padre, José Francisco, un tipo rudo y
trabajador, y su madre, Ana Isabel, a quien desde la propia familia señalan
como una señora altiva, presumida y apegada al dinero. Alejandro, mientras
tanto, cavilaba en un rincón, callado. “Hablaba poco pero si te sentabas cinco
minutos con él, te podía convencer de cualquier cosa”, recuerda un familiar.
Sin trabajo conocido, quizá fue esa la cualidad que lo llevó a realizar el
único sueño que se le conocía a ese niño introvertido:
—Yo de mayor voy a ser rico.
—Yo de mayor voy a ser rico.
Después de su detención, el 12 de marzo de este año, las
autoridades nicaragüenses le decomisaron cuatro vehículos de gama alta, entre
ellos una Hummer, y una quinta llamada El Retiro, donde, de acuerdo
con la justicia de ese país, tenía su centro de operaciones. Desde 2009, según
la fiscalía costarricense, que lo acusa de lavado de activos, El
Palidejo habría movilizado mil millones de colones (unos dos millones
de dólares).
En Alajuela, el único que permanece de su círculo cercano es
su hermano, conocido como El Picarita. La policía sospecha que su
padre y su hermana —investigados también por lavado de dinero— huyeron a Japón.
Su actual mujer, Wendy Nancy Pérez, se marchó de la ciudad. Él espera a ser
juzgado en una celda de cuatro por cuatro metros de la prisión de Fraijanes 2,
en las afueras de Ciudad de Guatemala.
Lorena Viquez tenía dieciocho años cuando Alejandro Jiménez
se presentó en la puerta de su casa para invitarla a salir. Fueron al cine y
luego a cenar. En unos días, se convirtió en su primer novio y apenas unos
meses después ya estaban casados. “Los peores cinco años de su vida fueron a su
lado”, dice una fuente cercana a la familia, que pide mantener su nombre en el
anonimato. Nunca llegó a conocer al hombre con el que dormía. Pasaba semanas
sin ir a su casa en Heredia, a unos minutos de Alajuela. Ella nunca supo a qué
se dedicaba. Si se atrevía a preguntarle, le esperaba una paliza. “No sabía
nada de él. Nunca salían juntos. La familia de él la humillaba porque no tenía
dinero”. Cada vez que él llegaba a casa, ella temblaba de miedo. Le repetía
continuamente que era “fea y tonta”. Llegó a violarla en un par de ocasiones.
Aunque tuvieron dos hijos, El Palidejo apenas
convivió con ellos. De hecho, a la más pequeña no la llegó a conocer, pues se
divorciaron cuando ella estaba embarazada. Su padre tenía que pagarle gastos
simples como pañales o el pediatra de su primer hijo, Julián, debido a que
Alejandro se negaba a darle dinero. Un día, recuerda la fuente, el niño se puso
a llorar de manera histérica al ver una película en la que un hombre encañonaba
a una mujer. Su madre entendió perfectamente que era porque recordaba aquella
vez en que Jiménez la había amenazado de muerte de esa misma manera por
reprocharle su ausencia.
Lorena aguantó cinco años hasta que su hijo le confesó que
cuando salía con su padre siempre se veían con mujeres diferentes. Ella decidió
contratar a un investigador privado. Descubrió que vivía con otra mujer en
Santo Domingo. Al encararlo, él le pegó y la tiró por las escaleras. “Muerta de
miedo le exigió el divorcio y él aceptó encantado, siempre y cuando no tuviera
que pagarle una pensión”. Desde entonces, Lorena, ahora una abogada penalista
que rehízo su vida con otro hombre, nunca supo nada más de él. Ella y el niño
estuvieron durante años en terapia psicológica por el maltrato al que fueron
sometidos. Los Jiménez nunca se le acercaron, pero recibió amenazas en varias
ocasiones.
Hace unos días, su hija María José, de siete años, vio que
sobre la mesa del desayuno estaba el periódico con la foto de su padre en la
portada. Lo observó durante unos minutos sin decir nada, hasta que lo tiró a la
basura.
“El Palidejo vivía en esa casa amarilla de tejas
naranjas”, dice el jardinero mientras poda los arbustos. Señala un amplio
chalet a veinte metros de la rotonda principal en el Residencial Altos de
Montenegro, en Canoas de Alajuela. “Hace unos meses la policía se lo llevó
todo”, cuenta el hombre como el mayor chisme que ha pasado en ese tranquilo
barrio de clase media alta. Nunca llegó a ver a Alejandro Jiménez en su propia
casa, de hecho, casi nadie lo hizo. El único distintivo que tiene este lugar es
que no hay bolsas de basura en la puerta.
Para los alajuelenses, esta casa amarilla es sinónimo del
progreso de El Palidejo comparado con aquel hogar sencillo en que
creció jugando videojuegos en Canoas. Aunque estudió para ser topógrafo, nunca
se dedicó a su carrera y pronto su camino se desvió hacia las malas artes.
Primero se dedicó a falsificar placas de taxis y ganar dinero con licencias
falsas. Después se pasó a la duplicación de tarjetas de crédito. Fue
sentenciado y cumplió condena en la cárcel de La Reforma, a una hora de San
José. Aunque ninguna de las fuentes consultadas sabe cómo, todas coinciden en
que fue allí donde pasó a jugar en las grandes ligas de la delincuencia. En
cierta ocasión, uno de sus familiares se cruzó con una caravana de camionetas
con los cristales tintados que salían del Residencial. Se quedó sorprendido de
ver tal despliegue en su tranquilo pueblo. Más todavía cuando uno de los
vidrios se bajó y vio cómo Alejandro lo saludaba.
Fue de los pocos capítulos de ostentación que se recuerdan
en Alajuela. Aunque vivía con todo el lujo con su segunda mujer, la discreción
que lo caracterizaba desde niño lo seguía acompañando. Hasta el día de su
detención, los vecinos apenas lo conocían. Durante mucho tiempo fue confundido
con su hermano, El Picarita. Incluso las propias autoridades, que
lo investigaban por lavado de dinero, mantenían abierto el “caso Picarita” por
esta confusión. “Siempre se le ha confundido con su hermano y tal vez sea por
eso que se sabe tan poco de él”, explica Carlos Alvarado, director del
Instituto Costarricense sobre Drogas (ICD). La gente de Alajuela creía
que El Palidejo tenía un puesto de verduras, aunque en
realidad el propietario era su hermano. De hecho, al momento de su captura, la
prensa empezó a difundir que un verdulero era el presunto asesino de Facundo
Cabral, un rumor que perdura hasta hoy. De Alejandro Jiménez sólo se supo que
él era el famoso Palidejo, aquel día que el ICD llegó a esa casa
amarilla para llevarse quince pantallas planas, once camas y colchones y un
menaje de lujo.
Ahora algunos de los muebles que decoraron su estancia,
durante menos de dos años, se encuentran en el ICD, un edificio gris de
pasillos en forma de laberinto. Los funcionarios se sientan sobre unos sillones
clásicos de estilo barroco que parecen una reliquia familiar. Aunque son
viejos, la madera de cedro sigue brillante. Una mujer de pelo rubio teñido se
contempla todos los días en el espejo que está frente a su computadora.
Antes de los allanamientos, Alejandro Jiménez ya había
dejado Costa Rica. Con Fariñas detenido y gritando su nombre, El
Palidejo se dio a la fuga a pesar de las recomendaciones de su
abogado, Francisco Campos, quien le aconsejó que no lo hiciera. “Tenía miedo de
lo que le podía pasar a su familia”, señala. Durante ocho meses estuvo
escondido en Panamá supuestamente con la ayuda de otros narcotraficantes que
también forman parte de la red. Fue hasta el 12 de marzo, cuando llegaba en una
lancha eduardoño a la Bahía de Solano, en el departamento del Chocó, Colombia,
que fue detenido.
Guatemala solicitó inmediatamente su extradición. Costa Rica
también quería juzgarlo, aunque sólo por el delito de lavado de dinero. “Era
evidente que Guatemala reclamaría a Alejandro. Argentina necesita a un culpable
de la muerte de Cabral y Fariñas arregló todo para que Alejandro fuera ese
culpable”, afirma Campos, quien pide un jugo de naranja en una de las sodas más
conocidas de San José.
Su defensa trata de probar que Alejandro Jiménez es sólo un
conejillo de Indias en esta trama. Según Campos, los sicarios que asesinaron a
Cabral fueron sobornados para declarar en contra de él. A uno de ellos, afirma,
se le ofreció libertad bajo fianza y protección oficial si testificaba en
contra de El Palidejo. Aunque ha pedido su extradición en varias
ocasiones, se resigna a un caso que sabe que será difícil de ganar.
Actualmente Alejandro Jiménez vive aislado en su celda y
recibe visitas cada veintidós días, sólo de su abogado. Tuvo que ser trasladado
de cárcel, debido a las amenazas de muerte que recibía de otros presos. En
julio pasado, le dio a Campos cuatro cartas para su familia en las que
aseguraba tener problemas cardiacos, la presión alta y depresión. “Cualquiera
se vuelve loco en esa cárcel”, exclama Campos, quien pidió el traslado de celda
al enterarse de las amenazas. “Mucha gente lo quiere muerto, así que teníamos
que buscar su seguridad. Está claro que los muertos no se defienden”.
Todavía no amanece el 9 de julio en la ciudad de Guatemala
cuando Facundo Cabral se despierta en su habitación del hotel Grand Tikal
Futura y se viste para ir al Aeropuerto Internacional La Aurora. Tiene que
viajar rumbo a Nicaragua para continuar la gira de conciertos. En el hall se
reúne con su representante, David Llanos, y con Henry Fariñas. Alrededor de las
cinco de la mañana emprenden la marcha a bordo de una camioneta Range Rover de
color blanco, flanqueados por un Chevrolet Tahoe en el que viajan los
guardaespaldas de Fariñas. Ninguno de ellos advierte que los siguen.
Las cámaras de seguridad del hotel graban cómo la comitiva
se amplía con dos coches más, una camioneta BMW X5 y otra Santa Fe azul, que
posteriormente las autoridades encontrarán abandonada en las afueras de la
capital guatemalteca con armas y chalecos antibalas en su interior. Elgin
Vargas, un hombre de cara redonda, rapado y con un evidente sobrepeso, maneja
el primer vehículo. Días antes, según la fiscalía de Guatemala, llegó a su
celular un mensaje con la firma de El Palidejo: Fariñas estaba en
la ciudad y era el momento de que pagara su traición. En el segundo circula un
grupo de sicarios contratados para ejecutar el encargo. Si la media se cumple,
cobrarán entre cinco mil y diez mil dólares por el trabajo.
A la altura del bulevar Liberación con la calle 14, en la
zona 7 de la ciudad de Guatemala, emboscan el coche en el que se encuentra
Facundo Cabral. Son las 5:15. En diecisiete segundos unos sicarios
guatemaltecos contratados por un supuesto narcotraficante costarricense para
matar a su socio nicaragüense, apagan una de las voces más importantes de Latinoamérica.
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