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La escritora Eugenia Rico, que desde hace años vive en Venecia, ha escrito este artículo sobre el coronavirus en la ciudad italiana.
Esta mañana Venecia se ha despertado con las campanas de un sueño que se está convirtiendo en pesadilla. Durante años los residentes han soñado una ciudad sin turistas, sin grandes naves de crucero.
“Ten cuidado con lo que deseas, podría hacerse realidad”.
El teléfono sirve de tam tam a la realidad irreal:
—Carissima, ¿estás bien? ¿No se puede salir de Venecia, o no se puede salir de la región?
—No se puede salir del Véneto, no se puede salir de Venecia, no se puede salir de casa. Somos zona roja. Nadie puede salir. Nadie puede entrar. Estamos dentro de La peste de Camus.
Si me hubieran dicho que de la noche a la mañana muchas mujeres occidentales se cubrirían el rostro, sin que ninguna religión o dictadura se lo impusiera, no lo hubiera creído. Y sin embargo en la calle se ven odaliscas con mascarilla. Feministas con la cara tapada que se ven obligadas a celebrar el Día de la Mujer como las favoritas de un harén.
Soy una víctima del coronavirus aunque no tenga fiebre, ni estornudos ni ningún tipo de enfermedad. Y usted que me está leyendo es con toda seguridad también una víctima, aunque según las estadísticas lo más probable es que no tenga los anticuerpos...
Vinieron a por los chinos pero yo no era chino, luego vinieron a por los italianos del Norte y yo no era ni italiana ni del Norte y finalmente vinieron a por mí.
El virus me ha hecho veneciana y lo considero un honor. Algunas palabras son más peligrosas que los virus, y como decía Artaud la peor peste es la que se contagia a través de los sueños. Se habla de suspender el Salón del Libro de Torino, la cita literaria más importante de Italia. Se han cancelado festivales literarios y presentaciones de libros, y los lectores de Palermo me escriben incitándome a hacer presentaciones clandestinas. Los libros han vuelto a su lugar de ser agitadores del pensamiento. Y desde la inteligencia hay que pedir la calma.
El hambre ha matado a ocho millones de personas el año pasado, el coronavirus miles. Toda vida es importante y debe ser protegida. Toda precaución es poca para proteger a los que amamos. Sin embargo la crisis económica es un riesgo para el mundo y para usted mucho más real y palpable que el coronavirus.
Un día en Milán insultan y agreden a una mujer china llamándola “virus” y al día siguiente niegan la entrada a los milaneses en todo el mundo. No tengo miedo a la enfermedad sino a la intolerancia y los prejuicios que esta psicosis colectiva pueda traer. Los italianos ven cómo les deniegan la entrada a muchos países y les tratan como apestados en lugar de reconocer que estamos en un mundo global en el que todos los problemas son globales.
El miedo al virus es una epidemia de pánico. Una psicosis colectiva como la “caza de brujas” del Medioevo.
La poesía es un virus cargado de futuro.
Del mismo modo, la salud mental ha sido la primera y la más importante víctima del virus. Un virus que, según los expertos, no produce síntomas en nueve de cada diez personas, y que resulta peligroso tan solo para aquellos que tienen patologías previas. De hecho las muertes en Italia no han sido muertes por el virus sino muertes “con” el virus en casos de pacientes en cuidados intensivos aquejados de cáncer, neumonía y de los más variados bacilos hospitalarios. El virus hospitalario es una amenaza real pero no causa el pánico, como este “virus chino” que nos recuerda el peligro amarillo de la Guerra Fría.
En Venecia el primer contagiado ingresado en el Ospedale Civile es un anciano de 88 años cuyo cuerpo afortunadamente parece estar venciendo la enfermedad, que ha sido la causa de que se suspendiera el cierre del Carnaval mientras que más de veinte mil personas estaban ya en la Piazza San Marco contemplando el Vuelo del Águila, la ceremonia en la cual un político se lanza desde el campanario hasta el palco sujetado por una cuerda para clausurar el carnaval. Una metáfora de lo que ha sucedido con la decisión del alcalde de Venecia y del presidente de la Región. No se sabe el daño que puede hacer el virus, pero todos los venecianos sienten el daño económico por las cancelaciones de las reservas de los hoteles de millones de turistas.
Es el miedo el que da miedo.
La epidemia de miedo para la que no tenemos anticuerpos.
Un bar en Cannareggio tiene un cartel en su escaparate: “No cerramos ni siquiera bajo los bombardeos, no vamos a asustarnos ahora por algo que no se ve”. El miedo no se ve, y sin embargo es más peligroso que las bombas. Los cafés de la Piazza San Marco invitan a un spritz gratuito y la laguna es un paraíso por el que resuenan los pasos de sus ciudadanos en lugar de la música de las ruedas de las maletas de los turistas.
Por mi parte yo sólo tengo miedo al miedo. A las discriminaciones y cuarentenas: a las injusticias que provocará. Un médico amigo mío me explicó que el virus ocasionará más muertes por las patologías que no serán tratadas a causa del virus o por la paranoia del virus que por sí mismo.
La verdad es la primera víctima en cualquier guerra, pero es que la guerra del coronavirus es una guerra contra la verdad.
Para los seres humanos todo se limita a saber si somos queridos; como país, como ciudadanos, como personas.
Un decreto del Gobierno Italiano prohíbe acercarse a más de un metro a cualquier persona. Podrán prohibir los besos y los abrazos. No podrán prohibir el amor.
El amor se ha convertido en clandestino, como los encuentros literarios, igual que las reuniones de demasiados amigos. La soledad es el principal mandamiento de la nueva religión del miedo. Un mandamiento que, de momento, nadie cumple.
El virus es un test para saber si nos quieren. Todos los que te quieren te llaman y te invitan a su casa. Ven, te abrazaré, no te tengo miedo. Y eres tú el que tiene miedo de abrazarles, porque los quieres.
Los que te quieren menos, o a lo mejor te quieren más pero tienen más miedo, te dicen «no vuelvas, no vengas. Te queremos pero no vengas, no entres a nuestra casa».
La gente dice que no teme a nada, pero no sale de casa.
¿De dónde viene ese miedo? Está en nuestros genes. Todos y cada uno de vosotros que me leéis sois los nietos (más bien tataranietos) de los sobrevivientes de muchas pestes en Europa, en primer lugar de la Peste Negra de 1340 que diezmó la población, hasta el punto de que el hambre que siguió a la peste, porque no había nadie para trabajar la tierra, fue aún peor.
Nuestros antepasados sobrevivieron a la peste y al hambre que siguió a la peste y nos transmitieron no sólo los genes salvadores sino también un miedo atávico y primitivo a la plaga. Un miedo que no es racional. Por eso las mascarillas, la huida.
La peste en Europa fue la excusa para la persecución de los diferentes, porque el virus da rienda suelta a nuestros odios cuando deja libre nuestros miedos. Los judíos y las brujas y también los gatos fueron las víctimas del odio medieval.
Hay que buscar un culpable para sentir que tenemos de nuevo el control, porque el enemigo invisible al que no podemos devolver el golpe nos hace sufrir más que cualquier otro. Este es el fantasma que el coronavirus ha despertado: el espectro de las pestes pasadas y el miedo a las futuras.
El cambio climático es más peligroso para la humanidad, pero nos da menos miedo, porque de la peste tenemos el recuerdo ancestral, aunque sean los nuestros los que han sobrevivido. De la extinción de los dinosaurios por el cambio de clima no queda memoria, porque murieron todos.
La peste ha sido el gran tema de la literatura desde La mascara de la muerte roja. de Edgar Allan Poe, a La peste de Camus. En Italia, en la misma Venecia la peste hizo a todos ricos porque la epidemia mató tanta gente que los supervivientes se repartieron sus palacios. El coronavirus no es la peste. No va a acabar con la población europea pero podría acabar con la Unión Europea. Poco después del Brexit los estados miembros piden el cierre de fronteras. El miedo no tiene pasaporte. Es la convivencia, es la fe en los otros, es la economía y la salud mental las que corren riesgo.
Venecia, que inventó las cuarentenas y una isla lazareto para evitar las plagas, ve ahora cómo todos le dan la espalda y nos cierran la puerta. Pero en la isla de la laguna, la isla de los comedores de loto, somos felices. Con libros clandestinos, con abrazos clandestinos, hasta con besos clandestinos seguimos adelante.
Mientras tanto, en la zona prohibida los apestados comen y beben disfrutando cada minuto como si fuera el último, porque con coronavirus o sin él nuestro verdadero problema y nuestra verdadera grandeza es que somos mortales y el tiempo es el único lujo que nos podemos permitir.
Esta mañana Venecia se ha despertado con las campanas de un sueño que se está convirtiendo en pesadilla. Durante años los residentes han soñado una ciudad sin turistas, sin grandes naves de crucero.
“Ten cuidado con lo que deseas, podría hacerse realidad”.
El teléfono sirve de tam tam a la realidad irreal:
—Carissima, ¿estás bien? ¿No se puede salir de Venecia, o no se puede salir de la región?
—No se puede salir del Véneto, no se puede salir de Venecia, no se puede salir de casa. Somos zona roja. Nadie puede salir. Nadie puede entrar. Estamos dentro de La peste de Camus.
Si me hubieran dicho que de la noche a la mañana muchas mujeres occidentales se cubrirían el rostro, sin que ninguna religión o dictadura se lo impusiera, no lo hubiera creído. Y sin embargo en la calle se ven odaliscas con mascarilla. Feministas con la cara tapada que se ven obligadas a celebrar el Día de la Mujer como las favoritas de un harén.
Soy una víctima del coronavirus aunque no tenga fiebre, ni estornudos ni ningún tipo de enfermedad. Y usted que me está leyendo es con toda seguridad también una víctima, aunque según las estadísticas lo más probable es que no tenga los anticuerpos...
Fragmento de la portada de una edición inglesa de «La peste», de Albert Camus
Vinieron a por los chinos pero yo no era chino, luego vinieron a por los italianos del Norte y yo no era ni italiana ni del Norte y finalmente vinieron a por mí.
El virus me ha hecho veneciana y lo considero un honor. Algunas palabras son más peligrosas que los virus, y como decía Artaud la peor peste es la que se contagia a través de los sueños. Se habla de suspender el Salón del Libro de Torino, la cita literaria más importante de Italia. Se han cancelado festivales literarios y presentaciones de libros, y los lectores de Palermo me escriben incitándome a hacer presentaciones clandestinas. Los libros han vuelto a su lugar de ser agitadores del pensamiento. Y desde la inteligencia hay que pedir la calma.
El hambre ha matado a ocho millones de personas el año pasado, el coronavirus miles. Toda vida es importante y debe ser protegida. Toda precaución es poca para proteger a los que amamos. Sin embargo la crisis económica es un riesgo para el mundo y para usted mucho más real y palpable que el coronavirus.
Un día en Milán insultan y agreden a una mujer china llamándola “virus” y al día siguiente niegan la entrada a los milaneses en todo el mundo. No tengo miedo a la enfermedad sino a la intolerancia y los prejuicios que esta psicosis colectiva pueda traer. Los italianos ven cómo les deniegan la entrada a muchos países y les tratan como apestados en lugar de reconocer que estamos en un mundo global en el que todos los problemas son globales.
El miedo al virus es una epidemia de pánico. Una psicosis colectiva como la “caza de brujas” del Medioevo.
La poesía es un virus cargado de futuro.
Del mismo modo, la salud mental ha sido la primera y la más importante víctima del virus. Un virus que, según los expertos, no produce síntomas en nueve de cada diez personas, y que resulta peligroso tan solo para aquellos que tienen patologías previas. De hecho las muertes en Italia no han sido muertes por el virus sino muertes “con” el virus en casos de pacientes en cuidados intensivos aquejados de cáncer, neumonía y de los más variados bacilos hospitalarios. El virus hospitalario es una amenaza real pero no causa el pánico, como este “virus chino” que nos recuerda el peligro amarillo de la Guerra Fría.
En Venecia el primer contagiado ingresado en el Ospedale Civile es un anciano de 88 años cuyo cuerpo afortunadamente parece estar venciendo la enfermedad, que ha sido la causa de que se suspendiera el cierre del Carnaval mientras que más de veinte mil personas estaban ya en la Piazza San Marco contemplando el Vuelo del Águila, la ceremonia en la cual un político se lanza desde el campanario hasta el palco sujetado por una cuerda para clausurar el carnaval. Una metáfora de lo que ha sucedido con la decisión del alcalde de Venecia y del presidente de la Región. No se sabe el daño que puede hacer el virus, pero todos los venecianos sienten el daño económico por las cancelaciones de las reservas de los hoteles de millones de turistas.
Es el miedo el que da miedo.
La epidemia de miedo para la que no tenemos anticuerpos.
Un bar en Cannareggio tiene un cartel en su escaparate: “No cerramos ni siquiera bajo los bombardeos, no vamos a asustarnos ahora por algo que no se ve”. El miedo no se ve, y sin embargo es más peligroso que las bombas. Los cafés de la Piazza San Marco invitan a un spritz gratuito y la laguna es un paraíso por el que resuenan los pasos de sus ciudadanos en lugar de la música de las ruedas de las maletas de los turistas.
Por mi parte yo sólo tengo miedo al miedo. A las discriminaciones y cuarentenas: a las injusticias que provocará. Un médico amigo mío me explicó que el virus ocasionará más muertes por las patologías que no serán tratadas a causa del virus o por la paranoia del virus que por sí mismo.
La verdad es la primera víctima en cualquier guerra, pero es que la guerra del coronavirus es una guerra contra la verdad.
Para los seres humanos todo se limita a saber si somos queridos; como país, como ciudadanos, como personas.
Un decreto del Gobierno Italiano prohíbe acercarse a más de un metro a cualquier persona. Podrán prohibir los besos y los abrazos. No podrán prohibir el amor.
El amor se ha convertido en clandestino, como los encuentros literarios, igual que las reuniones de demasiados amigos. La soledad es el principal mandamiento de la nueva religión del miedo. Un mandamiento que, de momento, nadie cumple.
El virus es un test para saber si nos quieren. Todos los que te quieren te llaman y te invitan a su casa. Ven, te abrazaré, no te tengo miedo. Y eres tú el que tiene miedo de abrazarles, porque los quieres.
Los que te quieren menos, o a lo mejor te quieren más pero tienen más miedo, te dicen «no vuelvas, no vengas. Te queremos pero no vengas, no entres a nuestra casa».
La gente dice que no teme a nada, pero no sale de casa.
¿De dónde viene ese miedo? Está en nuestros genes. Todos y cada uno de vosotros que me leéis sois los nietos (más bien tataranietos) de los sobrevivientes de muchas pestes en Europa, en primer lugar de la Peste Negra de 1340 que diezmó la población, hasta el punto de que el hambre que siguió a la peste, porque no había nadie para trabajar la tierra, fue aún peor.
Nuestros antepasados sobrevivieron a la peste y al hambre que siguió a la peste y nos transmitieron no sólo los genes salvadores sino también un miedo atávico y primitivo a la plaga. Un miedo que no es racional. Por eso las mascarillas, la huida.
La peste en Europa fue la excusa para la persecución de los diferentes, porque el virus da rienda suelta a nuestros odios cuando deja libre nuestros miedos. Los judíos y las brujas y también los gatos fueron las víctimas del odio medieval.
Hay que buscar un culpable para sentir que tenemos de nuevo el control, porque el enemigo invisible al que no podemos devolver el golpe nos hace sufrir más que cualquier otro. Este es el fantasma que el coronavirus ha despertado: el espectro de las pestes pasadas y el miedo a las futuras.
El cambio climático es más peligroso para la humanidad, pero nos da menos miedo, porque de la peste tenemos el recuerdo ancestral, aunque sean los nuestros los que han sobrevivido. De la extinción de los dinosaurios por el cambio de clima no queda memoria, porque murieron todos.
La peste ha sido el gran tema de la literatura desde La mascara de la muerte roja. de Edgar Allan Poe, a La peste de Camus. En Italia, en la misma Venecia la peste hizo a todos ricos porque la epidemia mató tanta gente que los supervivientes se repartieron sus palacios. El coronavirus no es la peste. No va a acabar con la población europea pero podría acabar con la Unión Europea. Poco después del Brexit los estados miembros piden el cierre de fronteras. El miedo no tiene pasaporte. Es la convivencia, es la fe en los otros, es la economía y la salud mental las que corren riesgo.
Mientras tanto, en la zona prohibida los apestados comen y beben disfrutando cada minuto como si fuera el último, porque con coronavirus o sin él nuestro verdadero problema y nuestra verdadera grandeza es que somos mortales y el tiempo es el único lujo que nos podemos permitir.
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Namasté