MIRADAS
La vida entre muertos
COMO EN LA TORRE DE BABEL, EL CEMENTERIO GENERAL DEL SUR AMALGAMA TODAS LAS LENGUAS. LA VIDA FLUYE MIENTRAS INGRESA EL MUERTO. ENTRE SUS CAMINERÍAS, SOBRE LAS TUMBAS, LA ALEGRÍA Y EL LLANTO ESTALLAN CON LA ESPONTANEIDAD CON LA QUE EL PUEBLO DESACREDITA LOS DOGMAS DE LA FE
No solo se llega muerto, también se vive en el cementerio. Se trata de otro ecosistema. Se muere frente a la vida, pero se vive ante la muerte. Se ama, se trasiega, se baila, se bebe, se renace y la fe encuentra estancos imposibles, como la devoción a un delincuente que fue un Robin Hood de los barrios caraqueños, al que adoran cientos de seguidores que se dan cita pautada con tinta invisible, en horas tácitas del día o de la noche.
Todos son inocentes e infinitos. Como la infinitud de la juventud, incuestionable. Así se llega al cementerio, lleno y falto de vida, porque tres metros bajo tierra comienza otra historia que se escribe entre visitas cada vez más espaciadas pero intensas; promesas heroicas e imposibles; solidaridad automática y a contracorriente; alegría sin par, pena y dolor.
Pero ya está el muerto en el hueco, y lo que queda es la vida.
MUERTOS DE AMOR
Pasan motos amenazantes, haciendo caballitos. Los “convivitos” se preguntan en voz baja quiénes son esos que van ahí y tienen rato dando vueltas. Los pilotos, curtidos, se detienen unos segundos y saludan con un gesto críptico. El Parroquia sonríe. Nada es al azar.
El fotógrafo fotografía, mantiene distancia, pide permiso antes de pisar una tumba o encaramarse en un muro. Nada es gratis y los códigos no escritos se respetan. Hay leyes impronunciables, pero existen. No vas a escupir, no te burlarás, cuidado donde orinas, son algunos de los mandamientos que uno va intuyendo.
También se ama intensamente. Un muchacho compra un ramo de astromelias a 80 bolos y se lo da a la novia. Ella lo increpa: “¿Tú eres loco? ¿Flores de muertos?”. Él le susurra: “Pero son para ti, mi amor”.
Ella se sonroja un poquito. “Sí estás loco, vale”, le suelta antes de estamparle un beso con sabor a cielo, en la entrada del huerto del Señor, donde colindan el bulevar César Rengifo y el Cementerio General del Sur.
Desde sus desgastados corredores, se observa uno de los perfiles más vertiginosos de esa hermosa montaña que le da espesor a Caracas desde cualquiera de sus ángulos: el Waraira Repano, el Ávila, trenzado desde su pico Occidental hasta el Oriental por una hamaca que llaman Silla y que de lejos parece una sonrisa para la sultana, un tributo a la vida de una de las ciudades más alegres y convulsas de América Latina.
A través de una maraña de nichos quebrados apareció una mamá con su hija, tomadas de la mano, regresando de clases. Caminaban apresuradas por entre angostas veredas, rumbo al barrio que estuvo sitiado varios días, porque había plomo entre policías y malandros, a la altura del sector Las Quintas de la Cota 905. El transporte público no subía.
LOS LIMPIADORES
Empieza a ser el Cementerio General del Sur cuando finalmente uno se tropieza con el esplendor del mausoleo a Joaquín Crespo. Una imponente cúpula maltrecha que recuerda el paso por la historia del mandatario venezolano, que gobernó en dos períodos del siglo XIX y cuyos huesos, sustraídos, deben haber sido usados para un “mal”.
De repente se desbordan los olores: huele a tabaco, claveles y crisantemos por cada bocanada de aire.
Entre los grupos humanos huele a cerveza y anís, pero también viene un olor tenue a verde, lo poco que sobrevive de las continuas invasiones que han ido cercando el camposanto hasta casi devorarlo.
Los limpiadores de tumbas son un gremio informal. No hay precios fijos sino estimados. No hay horarios, ni contrato colectivo. Lo que sí debe haber, obligatoriamente, es un teléfono de contacto y un par de mensajes previos. El “cliente” llama y cuadra: “Voy el fin de semana, pendiente para que me limpie y me acompañe”. El limpiador, algunas veces, termina convirtiéndose en un amigo cercano, un lazarillo, un confidente.
Hablan del “Maestro” como de un personaje mitológico. Se trata de un viejito que arranca la jornada diariamente a las 6 am y se retira al final de la tarde. Va con sombrero y a veces hasta paltó, peluqueando los penachos de maleza que desbordan las losas. Tiene como 80 tumbas y 100 años en el oficio, jura alguien.
Luis Meneses cobra 180 por cada tumba. Tiene tres apenas, porque es nuevo en el trabajo. No habla mucho, nadie quiere hablar demasiado, no sea que termine en una confidencia. Juan reclama que se pasa mucha sed, no hay fuentes cercanas de agua, ni un chorro. Para regar las flores y medio lavar una lápida, deben subir con tobos desde la piscina que está en la entrada, donde bucean unos peces multicolores.
De la delincuencia ni se acuerdan, dicen que eso ha cambiado mucho y ya no es como antes. Aunque no llegamos a ver ni un policía, los limpiadores aseguran que suele subir en combo un escuadrón motorizado.
TODOS CABEN
Fue Antonio Guzmán Blanco, en su afán por darle un rostro cosmopolita a Caracas, quien en 1876 decidió disponer de 246 hectáreas, en los terrenos de la antigua hacienda Tierra de Jugo que hoy conocemos como parroquia Santa Rosalía, para darle final destino a los caraqueños, prohibiendo los entierros en los demás camposantos que fueron poblando anárquicamente la urbe.
Comenzó a funcionar formalmente el 10 de julio al recibir, como primeros moradores, al músico de la Banda Marcial de Caracas, Bonifacio Flores, a Guillermo Goiticoa y a José Conrado Olivares.
Muchas cosas han pasado desde entonces y muchas vidas han desembocado en “unos huesos mondos y una mueca espantable”, como escribió Octavio Paz. El Cementerio General del Sur ha recibido en sus entrañas a ricos, pobres, buenos, malos, negros, blancos. Chinos, no se sabe. Entre los más reconocidos personajes de la historia se encuentran en sus espacios Armando Reverón (quien pronto será trasladado al Panteón Nacional), Miguel Otero Silva, Rómulo Gallegos, Martín Tovar y Tovar, Andrés Eloy Blanco, Jorge Rodríguez (padre) y, más recientemente, Lina Ron, Robert Serra y hasta el líder del colectivo 5 de Marzo, José Odremán.
DOLOR DE MADRE
No tan connotados, pero igual presentes (o ausentes), Jonathan y Juan Carlos reciben “el último adiós de este mundo” cada 15 días de su mamá. Francisca Azuaje sabe que nadie es eterno, aunque no parece resignada a asumir la pérdida de dos de sus cuatro muchachos en condiciones tan oprobiosas. Jonathan cayó en 2008 y Juan Carlos en 2012. Jonathan jugaba a la ruleta rusa y a Juan Carlos lo embistió el hampa en La Vega. Sus dos nietos matan bachacos que contrabandean hojitas resecas por el sol, sobre la lápida de algún desconocido. A Francisca la acompañan sus otros hijos y su madre, que viene de los Andes a honrar la memoria de sus nietos. No hay rictus forzado y el ritual del dolor se transforma en fiesta. Aprovechan y se hacen unas selfies en familia. Todos sonríen para la foto.
Antes, Francisca era puntual cada semana y se echaba casi todo el día, pero la delincuencia la ha ido espantando. “Sí, aquí sube la policía, pero igualito atracan”.
PARROQUIA Y LA CORTE
Parroquia está allí para cerrar el ciclo vital entre lo divino y lo profano. Tiene mirada hostil, como de perro rabioso, pero es que ha tenido una vida perra. En sus ojos hay furia y arrepentimiento. Todo se lo agradece a Ismael, que lo devolvió a la vida desde las antípodas.
En su rostro hay laceraciones pronunciadas pero en su cuello lleva una marca que denota una herida profunda, mortal, adquirida quizás como trofeo de guerra o en una liturgia de arrabal. Hay un hilo de sabiduría y entendimiento en sus palabras, como de santón ungido de poderes chamánicos, jugueteando con una navaja filosa entre sus manos que solo le entrega a otro pana, que necesita tallar una petición sobre una vela.
El portal de la Corte Calé se identifica desde lejos porque exhibe un tricolor nacional ondeando tímidamente. Está protegido por un techo de zinc, unas paredes aleatorias, un montón de tributos que van desde vasos de anís a medio beber hasta lápidas esculpidas con alguna frase de agradecimiento. A Ismael, que lidera el panteón también conocido como la Corte Malandra del Espiritismo, le acompañan, de cerca, Chamo Freddy, Elizabeth, Ratón, Miguelito, Petróleo Crudo, Luis Sánchez, Machera, entre otros, acompañados de la corte chamarrera e imágenes superiores de la religión como María Lionza o el Negro Primero. “¿Tú eres el que cuidas aquí, mi pana?”, pregunto. “No, hermano, ellos son los que me cuidan a mí”.
Tuvo que dejarlo todo atrás. Mujer, hijos. Ocho veces estuvo en el filo de la muerte, pero Ismael le hizo el milagro. Como promesa, desde hace 9 meses y 26 días, con sus noches, atiende el sitio del portal, a donde se acerca una señora menuda y temerosa junto a su esposo, un negro entrado en años pero de complexión robusta, a cumplirle una promesa al santo para que saque a su sobrino de la cárcel, donde está detenido injustamente. El tributo es apenas un cigarrillo apagado, que coloca orientada por el Parroquia en un borde florido del altar. Solo para eso vino desde La Raiza, en los valles del Tuy.
Otro “materia” comenta: “Aquí no se trabaja con demonios, eso es cuento, aquí se trabaja con la fe y para ayudar a los demás. Yo soy espiritista pero respeto cualquier otra religión, sea budista, evangélica, católica, lo que sea; pero ellos lo juzgan a uno porque uno ‘ique’ trabaja con el mal”. Parroquia lo ataja:
—Mi hermano, una pregunta que te voy a hacer: ¿tú crees que el infierno está abajo?
—En sí, yo no me he muerto para saber si el infierno existe o no.
—Bueno, escucha lo que te voy a decir. Mira, ve, para mí, y si estoy equivocado que mi diosito me perdone: si existe un Dios también existe un diablo, si existe lo bueno también lo malo. Para mi criterio hay tres cielos: uno donde estamos, el segundo donde quedamos prácticamente como vagando, o sea, el infierno, y el tercero prácticamente donde resucitan las personas.
Parroquia vive de la voluntad, y nada más. “Aquí no se le cobra nada a nadie, porque es como todo, las cosas económicas están complicadas”.
METERLE EL PECHO
El que no cree en cuentos es Leopoldo, que a pocos metros, entre una tumba y un inmenso Matapalo adornado con cuentas de casas a escala, como los que se usan en las maquetas, adivina el porvenir por solo 150 bolívares.
Egdiwar Mejías, con una sonrisa rumbosa, dice que es excelente y que gracias a su guía dio con Victorio Ponce, al que llaman “El Santo de las Casas”, enterrado allí desde 1880. A Egdiwar le consiguió fue un carro, con el que “tigrea” mientras consigue un empleo formal y todo lo demás. Hoy es viernes y está de visita un rato, para “consultarse” y fumarle su tabaquito.
“¿Que si es milagroso?”, lanza José Ferrer, cuidador de la cuadra de Ponce desde hace 18 años. “Véngase un 26 de agosto para que vea la fiesta y el gentío. Este año no había menos de 400 personas y, como era un negro de Curiepe, se le tocan tambores, pero también se le trae un mariachi”.
Nos despiden convencidos de que el cementerio necesita desmalezamiento, tratamiento urgente, recuperación de las tumbas y los monumentos históricos. No todo es, al parecer, vida brotando de la muerte, círculos místicos y limbos: hay que meterle el pecho a la vaina.
Nov 01, 2015
POR MARLON ZAMBRANO
@MARLONZAMBRANO
FOTOGRAFÍAS JESÚS CASTILLO
@MARLONZAMBRANO
FOTOGRAFÍAS JESÚS CASTILLO
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