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domingo, 1 de noviembre de 2015

Cien años de "Metamorfosis" (ó) EL ESCARABAJO DE LA FAMILA

por J.A.Calzadilla Arreaza
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Jorge Luis Borges, difundido traductor de algunos textos de Kafka, sería el primero en protestar el título español de aquel conjunto de cuentos (que incluía además Un artista del hambre y Un artista del trapecio, dos relatos decisivos en la estética de la existencia kafkiana, escritos justo en su momento de mayor madurez, coincidente con su momento de muerte) bajo el término impuesto por el editor: La metamorfosis...

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Según Borges, debió ser, de la manera más simple y llana: La transformación. Sería la versión más fidedigna del familiar alemán Die Verwandlung. Pero ya el cuento se había popularizado en numerosas ediciones e idiomas bajo el rótulo «clásico», preñado de mitología, acción teúrgica o arquetipal, de la «Metamorfosis». Nada más lejano a la El escarabajo de la familia intención de su primer autor (es decir, Kafka). El malentendido a propósito del título de La metamorfosis podría emblematizar todo el malentendimiento general que reina a propósito de Franz Kafka. Y el cuento mismo se ha prestado todavía más a que se forje una visión de Kafka como el escritor pesimista y pusilánime, trágico y patético, onírico, alegórico y teológico. Kafka no tenía miedo a la muerte: «le he dicho a Max [Brod] que en el lecho mortuorio, suponiendo que los dolores no sean excesivos, sería muy feliz […] lo mejor que he escrito tiene su sazón en esta facultad de morir contento —escribirá el 13 de diciembre de 1914 en su diario. Menos aun era temeroso de un Dios. El cógito kafkiano (suponiendo con Kant que Dios es una idea reguladora de la Razón, una necesitada hipótesis funcional, y que todo acto de autoafirmación racional —un cógito— le confiere un lugar a ese preeminente término, incluso si es puramente ficcional) quedó expresado por el joven Kafka en 1903 a su amigo juvenil Oskar Pollak: «Dios no quiere que yo escriba, pero tengo necesidad de hacerlo. Así se produce un constante tira y afloja, pero en definitiva Dios es el más fuerte, y hay en ello más desgracia de lo que puedas imaginar». El yo existo de Kafka es un yo escribo, contra la voluntad de Dios. En ese aspecto, por medios totalmente distintos, la obra de Kafka se emparenta con la de Antonin Artaud: «Para terminar con el juicio de Dios». Escribir, en la experiencia kafkiana, será un combate perpetuo en el que el escritor alcanza su infinito que le es propio (pues «Dios ha muerto»…) mediante el acto siempre aplazado, siempre interrumpido, siempre recomenzado, siempre insuficiente, de ponerse a escribir infinitamente contra la voluntad de Dios (Dios, o la totalidad inmanente de las circunstancias sin número que nos permiten ser en un momento dado). Más que lo que se escribe mismo, es el acto imposible pero infinito de ponerse a escribir (¿inútilmente?) en busca de lo que el estado de escritura nos aporta como sentimiento y convicción de fuerza realizadora. La mayor realidad y perfección de Kafka ocurría en su escribir y en su escritura, de ello siempre fue lúcido y en las aras del escritorio sacrificó (o dejó disipar) cualesquiera otras pasiones. «Mi felicidad, mi habilidad y cualquier posibilidad de ser útil de alguna forma, se encuentran desde siempre en lo literario. Y aquí he vivido situaciones (no muchas), que en mi opinión están muy emparentadas con los estados visionarios descritos por usted, señor doctor, en los cuales yo vivía enteramente cada visión, y en los cuales no sólo me sentía llegar a mis límites, sino a los límites de lo humano en sí», escribió Kafka al antropósofo Rudolf Steiner en marzo de 1911. «Es posible reconocer en mí una concentración en la tarea de escribir. Cuando mi organismo se dio cuenta que el escribir era el enfoque más provechoso de mi ser, todos mis esfuerzos tendieron hacia allí», deja escrito en el diario el 3 de enero de 1912. Y a Felice, en noviembre de 1912, le dice: «En el fondo, mi vida consiste y ha consistido desde siempre en intentos de escribir, por lo general malogrados. Pero cuando dejaba de escribir, ya me encontraba tirado en el suelo, digno de ser barrido y echado fuera.» Todo esto se haría más cierto si uno recoge la estadística de las frases sobre el escribir, tratar de escribir, no poder escribir, dejar de escribir, escribir para existir, que abundan, jalonándolos, en el diario, las cartas y otros textos personales de Kafka. Y si además uno comparte la intuición de Michel Foucault sobre la literatura moderna como «lenguaje al infinito», como transgresores «juegos del ser y el límite». El libro más generalizado, más asequible, más fácil de lectura, más comerciable por los editores, representativo de la filosofía vital kafkiana —¿qué modo de vida en resistencia afectiva es posible llevar en el atolladero existencial del primitivo siglo XX, donde ya «tocan a la puerta las potencias diabólicas» (Kafka ipse dixit) de las burocracias capitalista, fascista y estalinista, tal como señalan Deleuze-Guattari en su opúsculo sobre el pequeño escritor judío-checo?— es La metamorfosis. Ella ha sido la novela rosa del kafkismo. La metamorfosis, o La transformación, es un homenaje al melodrama familiar en su apogeo.
Hecha para llorar. Así, Kafka escribió a su prometida Felice, en diciembre de 1912: «¡Llora, querida, llora, ahora ha llegado el tiempo de llorar! Hace rato ha muerto el protagonista de mi pequeña historia. Si puede consolarte, te diré que ha muerto en paz y reconciliado con todos.» El cuento, largo como para un librito, tardó tres años en ser publicado, pese a los sentimientos de insatisfacción que el mismo Kafka expresara a Felice («ahora he leí- do en casa La metamorfosis y la encuentro mala»; «Enorme aversión ante La metamorfosis. Final ilegible. Incompleto en toda su extensión.»). Apareció en su forma libresca en noviembre de 1915 (fue publicado un mes antes en una revista), bajo el sello de una casa editorial berlinesa.

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Si el hijo de judíos y mediano funcionario de seguros Franz Kafka, nacido en la Praga del imperio austrohúngaro en 1883, muerto de tuberculosis en 1924, sin cumplir los cuarentaiún años, se ha visto convertido en el epítome vigesimónico del pesimismo, el absurdo, la angustia y la tragedia sin sentido de la era contemporánea, es sobre todo por culpa de La metamorfosis.
Este equívoco y repulsivo cuento largo, escrito por Kafka como una autofenomenología imaginada de la neurosis familiar pequeñoburguesa, ha sido responsable de ese malentendido kafkiano que se ha dotado incluso de un adjetivo aplicable a las situaciones más frustrantes. «Kafkiano», en la opinión general, es el sinónimo de La metamorfosis. El epíteto «repugnante» tiene rango de categoría existencial en los escritos autorreferenciales de Kafka (algo así, aunque muy distinto, como la «náusea» sartreana). La metamorfosis no sólo es calificada por él como «repugnante», sino que alberga copiosamente la expresión misma. La metamorfosis, esa transformación inesperada, inexplicable, venida de sí misma como gratuita necesidad en el íntimo seno de la familia pequeñoburguesa —a mostrar el insecto que ésta lleva por dentro, listo a aparecer cualquier día más allá de toda justicia o merecimiento—, pudiera ser la descripción y la más articulada experiencia kafkiana de la «repugnancia». Cabe la hipótesis de que Kafka, de veintiún años, viviendo aún con sus padres, escribiría la renombrada historia de Gregorio Samsa en uno de los momentos más angustiados y deprimidos de su vida (pero irrumpe de inmediato la refutación de esta tesis: Kafka no escribiría una sola línea estando deprimido, menos este cuento de largo aliento en el que puso la mayor persistencia). Las cartas a Felice de esos días de 1912 podrían aportar peso a esa conjetura. Kafka, prometido a unas prontas nupcias con Felice, presiente su ¿incapacidad? (¿o resistencia?) para llevar a efecto una vida conyugal, para formar y encabezar una familia pequeñoburguesa, y encarna diegéticamente la renuencia a reproducir una familia como la que él mismo no acaba de haber sufrido. Lo contrario, lo adverso, lo antipódico a esa familia fue para Kafka la escritura. En esos día cobraría la certeza de que reproducir la familia pequeñoburguesa de la que él mismo es vástago y destino representa el fin de su escritura, la separación de ese acto conclusivo —escribir— en que Kafka se siente pleno de existencia. El único lugar —no-lugar virtual del lenguaje— en que puede vivir la libertad y el ser absolutos. Vale decir: paradojalmente ilimitados, dentro de los rigurosos límites del trabajo, la presión económica, los horarios, el cansancio, el entorno bullicioso, la fragilidad de salud, la cortedad de la noche y la perentoriedad de la jornada laboral siguiente… Hay ciertamente quienes lloran leyendo La metamorfosis; pero hay también quienes ríen a carcajadas: son los que captan el sentido de la farsa kafkiana, su potencia de humor y de resistencia irónica. Pensarán muchos de éstos últimos que la centenaria Metamorfosis o Transformación expone bajo la apariencia de la sumisión la más violenta visión crítica de la familia pequeñoburguesa, el anuncio de su fin, su parodia y ridiculización extremas. Su reducción, y desmontaje, al lagrimeo autocompasivo en que tantos nos complacemos. Kafka quizás fundaba en 1915 un movimiento cuya eclosión mayor tendría lugar en la Europa de los años 60. –¿Familia pequeñoburguesa?... sí. –¿Familia asalariada y proletaria?... también. –¿Familia del capitalismo?... es correcto. –¿Más profundamente… familia patriarcal? Son términos vastos, generalísimos, que se vuelven vagos, imprecisos, hueros. Y si hacemos de «patriarcal» sinónimo de «edípico», caemos en el terreno de la discusión especializada. Lo cual se trata de evitar. El objeto nodal de La metamorfosis no es el insecto escarabajo, es la familia peque- ñoburguesa, poseedora de su propio insecto que la roe por dentro, su propio trasfondo negro y abismal que todo en casa lo ronda pero del que no se habla en la mesa.

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Cuando Kafka, en octubre de 1915, supo que el afamado y expresivo caricaturista Ottomar Starke realizaría la portada de aquella primera edición de La metamorfosis, escribió alarmado a la editorial Kurt Wolff: «Se me ha ocurrido, dado que Starke será realmente el ilustrador, que quizás esté en su deseo querer dibujar el mismísimo insecto. ¡Esto no, por favor! […] El insecto mismo no puede ser dibujado. Ni tan sólo puede ser mostrado desde lejos. […] Si yo mismo pudiera proponer algún tema para la ilustración, escogería temas como: los padres y el gerente ante la puerta cerrada, o mejor todavía: los padres y la hermana en la habitación fuertemente iluminada, mientras la puerta hacia el sombrío cuarto contiguo se encuentra abierta». El escarabajo de la familia es el afuera que esta misma tiene en su centro, que la unifica y la deshace. El escritor (o el «atípico» en general) encarna esa potencia anómala y coleóptera. Pero la clave decisiva de La metamorfosis la dará el mismo Kafka, muchos años después, en sus conversaciones con Gustav Janouch entre 1920 y 1923. A él le dirá: «El animal está más cerca de nosotros que el hombre. Esto es la reja. El parentesco con el animal resulta más fácil que el parentesco con el hombre». Janouch inquirió: «¿La reja?». «Todos vivimos tras una reja, que llevamos con nosotros mismos a todas partes, respondió Kafka. Por ello se escribe ahora tanto de los animales. Es la expresión del anhelo de una vida libre. […] La existencia humana resulta demasiado fatigosa, por lo que deseamos desprendernos de ella, por lo menos en la fantasía.» «La metamorfosis no es una confesión, añadió finalmente, aunque sea, en cierto sentido, una indiscreción. ¿Acaso resulta fino y discreto hablar de los escarabajos de la propia familia? ¿Ve usted qué indecente soy?». El final de novela rosa de La metamorfosis es la lánguida muerte de Gregorio Samsa, con su herida infligida por el padre, una manzana incrustada en el caparazón. Pero para Kafka, que cree poder estar contento en el lecho de muerte, según revela en su diario el 13 de diciembre de 1913, «tales narraciones constituyen secretamente un juego, pues de hecho me alegro de morir en el personaje moribundo, así que aprovecho con premeditación la atención del lector, centrada en la muerte, para tener la mente mucho más lúcida que él, de quien supongo que en el lecho mortuorio estará quejándose.» La narración, además de juego, sería entonces una especie de queja artística, una elegía discretamente irónica a sí mismo como espécimen anómalo: «Y así, mi queja resulta lo más completa posible, no se interrumpe tampoco como las quejas auténticas, sino que transcurre hermosa y pura. Eso es igual como cuando me quejaba a la madre por mis sufrimientos, que no eran ni con mucho tan grandes como hacían suponer mis quejas. Ahora bien, frente a la madre no precisé nunca tanto esfuerzo artístico como frente al lector.» Y escribir, ese estado de gracia, ¿no sería una manía, adicción, vicio o hobby, subjetivo y solitario, propio de una personalidad pequeñoburguesa, una de las formas de escapismo y de aguante individual, despreciada y supervalorada al mismo tiempo en las sociedades occidentales del siglo XX? ¿Escribimos inútilmente, sólo por el gusto de hacernos una vida soportable mediante una potencia y felicidad virtuales? ¿O escribir tiene una función social de videncia, de agrimensura de lo venidero, de arrojar los trazos de un pueblo futuro, delinear las vetas de su subjetivación colectiva? «La literatura es un asunto de pueblo», llegó a decir Kafka.

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El escritor, vocero de un pueblo que aún no reúne las condiciones materiales para existir, pero que ya es posible expresar, al que el escritor ofrece, desde ya, una visión y una palabra. La literatura, no un espejo, sino un reloj que se adelanta. Fe de Kafka en la escritura: «El sentimiento infinito continúa siendo tan infinito en las palabras como lo había sido en el corazón. Lo que resulta claro en el interior de uno, también lo será invariablemente en las palabras.» (A Felice, enero de 1913). Resulta la definición exacta de lo que significa «escribir», en sentido kafkiano.

POR: J. A.CALZADILLA ARREAZA
FUENTE: http://ciudadccs.info/wp-content/uploads/2015/10/31/LTR-01112015.pdf
IMAGENES: Google

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