Al fondo del Cementerio General del Sur,...
están las fosas colectivas de La Peste, donde el populismo sepultó
con pala mecánica al pueblo que había dejado de creer en él.
Conviene visitarlas: en cierta manera toda Venezuela es La Peste.
Durante más de un año, voluntarios de los derechos humanos y
familiares de las víctimas velaron día y noche en carpas
remendadas para evitar que el gobierno hiciera desaparecer los
castigados restos. El minucioso trabajo dejó en claro que la cifra de
256 víctimas dadas por el Ejecutivo era falsa. En sólo ese lugar se
recuperó cerca del doble de cuerpos: quizá la cifra verdadera
exceda largamente del millar de muertos.
Luis Britto García.
están las fosas colectivas de La Peste, donde el populismo sepultó
con pala mecánica al pueblo que había dejado de creer en él.
Conviene visitarlas: en cierta manera toda Venezuela es La Peste.
Durante más de un año, voluntarios de los derechos humanos y
familiares de las víctimas velaron día y noche en carpas
remendadas para evitar que el gobierno hiciera desaparecer los
castigados restos. El minucioso trabajo dejó en claro que la cifra de
256 víctimas dadas por el Ejecutivo era falsa. En sólo ese lugar se
recuperó cerca del doble de cuerpos: quizá la cifra verdadera
exceda largamente del millar de muertos.
Luis Britto García.
“Mi conciencia está limpia, pues hice todo lo que pude
para sostener los valores de libertad, paz y democracia,
que le dan sentido a nuestra existencia
como comunidad nacional,
y a los que me comprometí defender
cuando presté juramento de soldado ante nuestra bandera”.
Italo del Valle Alliegro
Ministro de la Defensa durante 1989.
...Y que quede claro una cosa:
yo juré fidelidad a mi bandera, y por ende a mi patria,
no a un atajo de ladrones, que quisieron hacer del patrimonio
público una caja chica para la satisfacción de sus aberrantes
deseos, mientras mis compatriotas se morían por falta de
asistencia médica, mal mantenimiento de carreteras,
inseguridad, hambre, etc., etc.
Hernán Grûber Odremán.
El 27 y 28 de febrero del año 1989 posee una gran relevancia histórica, no sólo por la importancia que el mismo tiene dentro del escenario del protagonismo popular en Venezuela, sino también, porque se convertirá en referencia para el desencadenamiento de otros procesos tanto en el campo civil como en el político-militar...
Los medios le aplicaron el paquetazo de la verguenza al 27-F
(Cortesía AVN).- La mañana del lunes 27 de febrero de 1989 subió el pasaje y "bajaron los cerros". La indignación de quienes vivían arriba pero trabajaban abajo llegó a su límite cuando los choferes de la ruta Caracas-Guarenas informaron que el costo del traslado se había triplicado, pasó de 6 a 18 bolívares, de golpe. La protesta popular comenzó a tomar calor, al igual que los prejuicios, la xenofobia y el clasismo que también estallaron en los medios de comunicación.
Unas semanas atrás, el 16, el presidente Carlos Andrés Pérez había anunciado su prometido paquetazo, que le daba un gancho al hígado a los pobres, y que incluía incremento descontrolado de precios de bienes y servicios, entre ellos la gasolina. Estas medidas, dictadas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, llegaron en medio de la escasez, el acaparamiento y la fiebre privatizadora. Mientras tanto, el otro país, conformado por esa minoría con poder y recursos, leía en una página de El Nacional del 1 de marzo: "¡Esas vacaciones fabulosas que usted siempre soñó, ahora serán realidad en el Margarita LagunaMar". La gráfica de la publicidad mostraba a una pareja sonriente, a la orilla del mar, con cocteles en su manos. Páginas más adelante, se leía el titular: "Guarenas sucumbió ante el terror del pillaje", con una foto de un negocio totalmente destruido y de personas corriendo con productos en la mano. El 1 de marzo CAP se dirigió al país para anunciar la suspensión de las garantías y para decir que las medidas se mantenían intactas, a pesar de la explosión social que las había originado. "El FMI no es la opción, es la única opción", decía, mientras se refería a los "sacrificios de todos los sectores", en los que "los de más bajos recursos reciben siempre la peor parte". No quedó duda de que recibieron la peor parte. El mismo CAP, el 3 de marzo, en El Nacional, se refería a que "los focos de los disturbios que quedan son producidos por una mezcla de delincuencia y rezagos de subversión" y que "los extranjeros detenidos que sean encontrados culpables serán expulsados del país". Las responsabilidades de El Caracazo eran contradictorias, incluso para el propio presidente. Aunque días después, el 4 de marzo, al hacer el balance de los hechos donde, según cifras de El Nacional de ese día, habían muerto unas trescientas personas debido a la represión de los cuerpos de seguridad, CAP expresó que la rebelión popular había sido "una acción de los pobres contra los ricos"; dos días más tarde, también en El Nacional, decía que "la violencia social tuvo como objetivo protestar contra la especulación". Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario. La culpa es de la turbas vandálicas En ese país "horrorizado" ante la acción de "hordas vándalicas y marginales", un grupo de empresarios y personalidades posaba sonriente y ajeno al caos para El Nacional: Gustavo Cisneros, el ex embajador de EEUU, George Landau, el embajador estadounidense de entonces, Otto Reich, David Rockefeller y Eugenio Mendoza, eran un ejemplo de que "Venezuela se crece ante las dificultades", como decía la campaña de motivación del Banco Venezolano de Crédito. En la revista SIC, de mayo de 1989, el sacerdote jesuita Arturo Sosa, en su artículo " 'Crisis' de los valores o triunfo de la ideología", explica que "uno de los mayores éxitos de las élites políticamente dominantes (...) ha sido la aceptación masiva, en todos los estratos sociales, de la imagen que ellos han proyectado de la sociedad y sus relaciones" y que mantenerlo es "un aspecto prioritario de la estrategia de poder". Sosa escribe que los "medios de comunicación de masas son instrumento fundamental del orden establecido, con una eficacia muchas veces demostrada, para difundir e imponer su propia versión de los hechos". La mirada que dio la prensa a la rebelión social en contra del paquetazo neoliberal estaba nublada, cargada de prejuicios, discriminación y desconocimiento de las clases populares, sus carencias, conquistas y organización. El análisis se centró en encontrar culpables y avergonzar a quienes habían participado en la revuelta, llamados "nubes de langostas" y "turbas enardecidas", entre muchos más. Para el escritor y poeta Juan Liscano, en un artículo publicado el 9 de marzo, en El Nacional, la culpa era "del régimen democrático por haber permitido la formación, en los cerros, de inmensas barriadas de marginales venezolanos y extranjeros que viven del día a día como 'toeros', buhoneros, delincuentes y desempleados". Otros buscaban las responsabilidades en lo foráneo y desconocido. "Algunos hasta piensan que tenga que ver el M-19 colombiano", escribió Gustavo Jaen, el 3 de marzo, El Universal. Por su parte, César Messori, el 5 de marzo, decía que ya entre los "marginales, extranjeros, personal doméstico", se sabía que iba a pasar algo. El periodista Alfredo Peña, en El Nacional del 4 de marzo escribió que "La diferencia entre nosotros y algunos países de América Latina, concretamente Argentina y Uruguay (...) está en el hecho de que allá las masas están organizadas en sindicatos y en partidos que tienen representatividad y capacidad de convocatoria". La tesis de que los movimientos populares de afuera eran más legítimos también la defendía el periodista Cayetano Ramírez, en un artículo publicado en El Nacional, el 10 de marzo: "Los marginales de Caracas no son exactamente marginales, en el sentido que este término se aplica a los sectores pobres que viven alrededor de las grandes ciudades de América Latina", cita el periodista al filósofo argentino Francisco Romero (...) Estaríamos en presencia de una reacción cultural y política, de sectores marginales que expresan un profundo resentimiento contra toda la sociedad que los está dejando atrás". Quienes no vivían en sectores populares como Catia, Av. Fuerzas Armadas, Petare, 23 de Enero, Av. Lecuna y Bolívar, Guarenas, El Valle, trataban de explicar su desconocimiento con desprecio. "Las turbas que actuaron con inusitada violencia (...) no son expresión del pueblo. Es más, queremos afirmar que ni siquiera llegan a lumpenproletariado (...) cuando mucho llegan a hez y horda al mismo tiempo", plasmó Humberto Seijas Pittaluga en su artículo del 10 de marzo, publicado por El Nacional y titulado "Lumpen". La violencia "era anticristiana", para monseñor Luis Eduardo Henríquez, en El Nacional, 5 de marzo, y procedía de "una masa descontenta que comete delitos arrastrada por la neurosis", según fotoleyenda de El Universal. "Hay esfuerzo sistemático y persistente de calificar los hechos como violencia pura y simple (...) sin causa ni justificación alguna que mejor es convertirla en sentimiento de culpa por lo sucedido y en advertencia ejemplarizante de lo que puede pasar", reflexionaba Sosa en su artículo de la revista SIC. El intelectual Arturo Uslar Pietri escribió el 5 de marzo en El Nacional que Caracas había pasado de ser "una especie de capital de la democracia" a "una ciudad saqueada por sus propios habitantes". Y proyectaba que "muchos años de disciplinado esfuerzo serán necesarios para borrar la imagen negativa que acabamos de proyectar ante el mundo". Esta reacción venía de un pueblo "mal habituado al consumismo, y a vivir de fantasías, siempre sobregirado, con una psicología de 5 y 6, y de loterías de toda índole", según la opinión de Ramón González Paredes, en El Nacional del 5 de marzo. José Ramón Díaz, también en esa fecha, reforzaba la idea. "Después de esas alucinantes escenas de saqueo y de pillaje, ya es hora de reflexionar, y por supuesto, para que los venezolanos vayan olvidándose de la vida fácil". Esa "poblada" que para satisfacción de muchos "fue replegada hacia los cerros periféricos de la ciudad", según los primeros reportes de El Nacional del 28 de febrero, había caído "en el hábito del paternalismo, frustraciones viejas, resentimientos sociales", para Uslar Pietri. El dirigente adeco Luis Piñerúa Ordaz consideraba que todo lo había causado la "relajación de los resortes morales de la sociedad", según un artículo publicado el 12 de marzo en El Nacional. "En el hogar, cuando la conducta irresponsable y disoluta de los padres propicia la formación de los hijos bajo el signo de la amoralidad y zanganería", agregaba. Sembrar el miedo "En esto se basa la segunda dimensión del esfuerzo comunicacional de los sectores dominantes: introyectar el temor a otra explosión -mucho más agresiva, destructiva y peligrosa- como disuasión a cualquier expresión de protesta ante la continuación del paquete de 'ajustes' que golpean a la mayoría de la población", escribió Sosa en la SIC de mayo. "La rabia de la turba" que "cometía los desmanes entre risas", según El Nacional, no llegó a hasta las zonas privilegiadas de la ciudad, sin embargo, cualquier posibilidad de que "el cerro no fuera replegado por los cuerpos de seguridad" hacía que se erizaran los pelos, tal como queda reflejado en "Pánico bajo techo", publicado por El Nacional el 4 de marzo. "Un nuevo virus, el síndrome del saqueo, ataca los nervios del caraqueño de clase media, ese que aún posee objetos valiosos dentro de sus viviendas. Ahora que todos temen que la 'furia popular' se meta en quintas y apartamentos para terminar con lo que falta". El profesor de Periodismo de la Universidad Central de Venezuela Federico Álvarez en su artículo "El otro shock", publicado en El Nacional, el 8 de marzo, se refería a los verdaderos desestabilizadores de la democracia, que cometen cotidianamente un "saqueo silencioso impune (...) que ven en la libre empresa 'una careta del agio y la especulación' (...) la acusación unilateral contra el Fondo equivale a un descargo de conciencia. El desconocido extranjero, lejano, inaccesible para los que sufren". Para Álvarez "ellos propiciaron el ya trágico shock económico. Pero se niegan a reconocer la responsabilidad que tienen en este inesperado shock popular". |
Durante todo el período democrático previo a los sucesos de febrero del 89 habían estado acumulándose las condiciones que permitirían la gestación del estallido y aunque existieron factores detonantes específicos e inmediatos que provocaron la protesta popular, es necesario recordar que estos factores estaban contenidos dentro de un contexto nacional de crisis orgánica que, en un nivel más profundo, los contenía y explicaba. En efecto, el paquete de medidas económicas que se implementa a partir del 16-02-89, como búsqueda neoliberal de reordenar el modelo de acumulación para adaptarlo al proceso de transnacionalización del capital, sería el detonante inmediato que explicaría el estallido popular.
Ya para el momento de implementación del paquete económico los niveles socioeconómicos de la población se aproximaban a los niveles de los años 40 (ver capítulo I). En este contexto, las masas populares percibieron los nuevos aumentos como intolerables dada su ya mermada capacidad adquisitiva. Así lo expresó Héctor Silva Michelena:
La explosión social se debió a un tratamiento de “choque” aplicado a una sociedad empobrecida, con una cúpula altamente enriquecida gracias al privilegio y la corrupción. No hay que olvidar que en Venezuela un 40 por ciento de la población vive en condiciones de extrema pobreza (y otro 40% en pobreza relativa). El alza indiscriminada de precios, la especulación, el acaparamiento o desabastecimiento artificial de los productos de la dieta básica, permitieron la explosión y los motines populares. El 27 de febrero fue un terremoto social. (El Diario de Caracas, 11-03-89: 16)
La insurrección popular queda inexorable e históricamente unida, al igual que en otros países latinoamericanos como Argentina, República Dominicana y Brasil, a la puesta en práctica del paquete de medidas neoliberales exigido por el F.M.I. como “única vía posible” para el otorgamiento de nuevos préstamos. Así quedó establecido en la Carta de Intención que firmó Venezuela en Washington.
En un sucinto trabajo que publicó la Socióloga Miriam Kornblith se especifican las causales primarias y secundarias que confluyeron en la materialización de los sucesos del 27-F:
Como factores detonantes, se considera el alza de las tarifas del transporte público. Los usuarios reaccionaron con indignación en contra de los conductores, a partir del cual se desataron los actos de violencia contra vehículos y establecimientos comerciales. Entre las causas inmediatas se incluye: el programa de ajuste económico ajustado el 16 de febrero de 1989, diseñado para reorientar la economía y obtener recursos financieros de organismos multilaterales y 2) los procesos de especulación, acaparamiento y desabastecimiento de productos de primera necesidad que venían ocurriendo desde finales de 1988...Entre las causas mediatas se consideran 1) las condiciones socioeconómicas post 1983 y 2) el clima político generado en la campaña electoral y la toma de posesión del nuevo gobierno. Con la devaluación drástica del bolívar, debido al descenso de los precios del petróleo, la fuga de capitales y los pagos de la deuda externa, se evidenciaron varios signos de debilidad en la economía del país, y se frustraron expectativas de superación socio-económica de la gran mayoría de la población. (CENDES, Nº 10: 17)
De esta manera, se fue configurando el contexto histórico dentro del cual se iniciará, de manera desorganizada y sin dirección partidista, la cadena de procesos deslegitimadores que pondrán al descubierto a un sistema político y a un gobierno carentes de legitimidad. Dentro de este contexto de factores que acrecientan la protesta se hallan tres sucesos vitales que ayudan a explicar el nivel de frustración acumulada en el que se encontraba la población para ese momento:
El 29 de octubre de 1988 14 pescadores son asesinados en Caño La Colorada, cerca de la población de El Amparo, Edo. Apure, por 19 funcionarios adscritos al Comando Específico José Antonio Páez (CEJAP) del Ministerio de la Defensa...el gobierno de Jaime Lusinchi justificó los hechos afirmando que se había tratado de un enfrentamiento con guerrilleros armados, aunque la evidencia siempre apuntó hacia la masacre, pues ¿cómo podía justificarse la versión de enfrentamiento cuando las experticias médico-forenses dan cuenta de disparos con orificios de entrada por la espalda y la parte posterior de la cabeza con distancias que oscilan entre uno y 50 cm. (Bolívar, Ligia, Rev. Sic., Nº 545: 226-228).
La impunidad institucionalizada, pretendió presentar ante la opinión pública los hechos disfrazados de manera que, una vez más, el estado de indefensión jurídica en el que se encontraba la población padeció la frustración colectiva de saber que, otra vez, los inocentes eran perseguidos y los culpables amparados. La masacre del Amparo sólo era la repetición, en otro tiempo y con otras victimas, de la eterna vulnerabilidad del Estado de Derecho en Venezuela.
En el mes de noviembre de ese mismo año (1988) el atropello policial cobra una nueva víctima, esta vez fue una niña en la población de Tejerías, Estado Aragua, quizá este hecho, por lo “común” del mismo no hubiera trascendido más allá de una simple nota de prensa si la protesta de los pobladores de Tejerías no lo hubiera convertido en un precedente importante del 27-F:
El estallido de Las Tejerías es sintomático porque constituye una manifestación de ese nuevo espíritu. No es la primera vez que un cuerpo policial mata a una niña como ocurrió en la población aragüeña. Las arbitrariedades son características...en un país como el nuestro. Pero jamás una masa pobladora había reaccionado ante el crimen con la instantánea reacción de protesta que estuvo presente en Tejerías. El Amparo ha abierto otro capítulo en esa nueva mentalidad que parecía destinado a desencadenar una etapa distinta en la vida nacional. La insurgencia de los habitantes de esa ciudad ha tenido rasgos inusitados, de nacimiento o gestación de algo nuevo en el país...El Amparo y Tejerías podrían ser los síntomas de una nueva actitud de los venezolanos en la defensa de sus derechos y en el repudio paralelo a los atropellos con que la trata las autoridades. (Rangel, D.A., Ultimas Noticias, 08-12-1988: 64)
El lento proceso de resquebrajamiento de la gobernabilidad social había comenzado mucho antes del 27-F. La emergencia de una creciente ola de protestas y malestar generalizado en la población apuntaba, desde un primer momento, al desmoronamiento de las bases políticas del sistema. Así “La vida política venezolana y el régimen de partidos que fueron puestos a prueba en los comicios de 1988, cuando se abstuvieron o votaron nulo dos millones de ciudadanos escépticos o inconformes, entraron en un túnel sombrío el 27 de febrero de 1989” (Sanin, 1989: 39).
Por otra parte, el sistema capitalista, por su propia esencia, niega la posibilidad a las mayorías marginadas del bienestar económico a participar en el usufructo de las riquezas que el país genera, pero paralelo a esta exclusión, exige el sacrificio y aporte de esta masa excluida de toda posibilidad de bienestar, para que asuma el “costo social y económico” de un modelo de crecimiento que paradójicamente es la negación de sus intereses como clase. Es la paradoja indisoluble del capital.
Para acrecentar las inversiones y los créditos extranjeros en el país y para potenciar el crecimiento económico, se siguieron los lineamientos fondomonetaristas, bajo el supuesto ideológico de que, en el largo plazo, dicho crecimiento sería irrigado a todo el país con la participación de todos los sectores en el producto socialmente generado; pero, mientras eso sucedía, en el corto plazo, se exigían los sacrificios de un solo sector:
Las normas del F.M.I., movidas por el propósito de lograr una estabilidad financiera y unos indicadores macroeconómicos favorables (que garantizaran el pago a tiempo de los intereses de la deuda) ha producido, sin embargo, consecuencias graves por su alto costo social. Los pueblos lo soportan con dificultad, y como son ellos soporte fundamental de la democracia, vuelven a aparecer preocupantes síntomas de inestabilidad institucional...la vitrina de la democracia latinoamericana, Venezuela, ha presentado situaciones, el 27 y 28 de febrero y 1 de marzo de 1989 y el 4 de febrero de 1992, que a todos, dentro y fuera de nuestro país ha causado inocultable inquietud. (Caldera, R., Rev. Política Internacional, Julio-Septiembre 1992: 6)
De esta manera, la fuerza de la protesta civil que se desata, y que luego tendrá correlato en el plano militar, devela la crisis de liderazgo político del sistema en medio de un proceso acelerado de empobrecimiento generalizado. En este contexto, el 27-F significó la definitiva ruptura o agotamiento del modelo de democracia populista y la emergencia, por un lado, de toda la fuerza protagónica de un actor, que siendo principal, siempre había actuado en papeles secundarios. Y por otro lado, está el papel desarrollado por el Estado quien se despoja de su máscara pseudo consensual, para administrar de manera eficiente su mejor papel: la represión y con ello, la sistemática violación de los derechos humanos de las mayorías.
Es imposible, a nuestro entender, analizar los sucesos del año 89 sin utilizar calificativos como masacre, tortura, acribillamiento, muerte, vejación, asesinato, barbarie, terror...para conocer en su exacta dimensión la acción de un “Estado Democrático” que a la fuerza y por las vías más “sanguinarias” logra controlar la insurrección popular más grande de la historia venezolana: “...Pérez ordenó disparar a discreción, someter a sangre y fuego lo que se le antojaba, era una revolución que podía echarlo del poder. Tuvo que escoger entre la propiedad y la vida: y él escogió la propiedad” (Ochoa A., E., 1992: 33). Pero, aunque controló la insurrección no se pudieron evitar sus consecuencias:
...la impopularidad social y política que se tradujo en la caída de su capacidad de negociación y, por lo tanto, en la imposibilidad de formar consensos suficientemente fuertes y estables como los que se necesitaban. Pero tal insurrección lo que demostraba era otra cuestión mucho más profunda y drástica: la democracia populista, bajo el control de grandes partidos de masa, tocaba a su fin. El 27 de febrero dejó en evidencia que la política había dejado de ser reino de los partidos, que el Estado distribuidor agonizaba y que los controles convencionales sobre la sociedad ya no existían y, lo más interesante, ella se había dado cuenta. (Sosa, J.M., Rev. Nueva Sociedad, Nº 124: 6)
Un hecho valioso de la insurrección popular es que careciendo de “dirección partidista” fue una protesta política en su nivel más profundo, aunque sus protagonistas no hayan tenido plena conciencia de ello; y es esta evidente carencia de manipulación partidista lo que demuestra la incapacidad del sistema político venezolano para ejercer sus “controles convencionales” sobre la sociedad civil. El 27-F fue la ruptura definitiva de las masas con el liderazgo populista. En efecto, “...no hay en Venezuela organización política alguna de lo que podría llamarse izquierda radical con capacidad para infiltrar y menos dirigir a los grupos que en todo el país saquearon negocios y comercios” (Díaz Rangel en Sanín, 1992: 110).
El vacío institucional que la protesta generó dentro del sistema político y de Estado sólo pudo ser resuelto mediante el uso del recurso militar como recurso político para llenar el vacío que la carencia de liderazgo y dirección política ocasionó:
La mayor parte de los comentarios coinciden en señalar el vacío que se generó en el país con motivo del estallido del 27 de febrero. Vacío de liderazgo, tanto en la que pudiéramos llamar la “sociedad convencional”, como en la otra, la marginal, la que se lanzó a la calle. Y vacío de poder. La dramática situación del poder en Venezuela quedó evidenciado en esos días de angustias y confusión. El gobierno, por ejemplo, no colapsó porque no había una fuerza organizada capaz de hacerlo colapsar. Pero la demostración de acefalía que presenció el país, de quiebra en materia de dirección no pudo ser más deplorable. El Estado se hallaba inerme. La autoridad no funcionó. (Rangel, José V. En Sanín: 108).
En efecto, el liderazgo político desapareció de la escena nacional, el inmovilismo que vivió, durante los días de protesta, el gobierno y la oposición fue producto y expresión de la incompetencia de las válvulas institucionales del sistema para dirimir y transegar la protesta hacia planos que no atentaran los intereses del sistema dominante. Esta incapacidad manifiesta del sistema político para administrar “eficientemente el conflicto” permitió, con la venia del ejecutivo y la oposición política, la entrada en escena de las Fuerzas Armadas Nacionales para liquidar la beligerancia social. Al respecto, José Machillanda, coronel retirado del Ejército, planteó lo siguiente:
El estamento militar ha sido empleado por el partidismo en Venezuela como “recurso político” para que, frente a graves y delicadas situaciones sociales del país, cumpla con tareas que le son ajenas a un cuerpo profesional...a fin de que le dé solución a problemas políticos por medios militares...El partidismo incompetente para conducir por buen camino la República ha desfigurado con anuencia e irresponsabilidad de los jefes militares de turno la función del componente armado convirtiéndoles en un cuerpo con funciones policiales. El resultado es dolor por los numerosos inocentes caídos, caídos por atreverse a ejercer el derecho legítimo a solicitar cambios en el país y en el sistema político que no pueden ser coartados, impedidos o limitados por un componente armado que tiene vigencia en la República para tareas distintas a la de arremeter contra un pueblo enardecido y con razón. (El Globo, 27-02-94:22-23)
Este uso de la maquinaria de guerra militar como recurso político para resguardar los intereses de la clase dominante expresó la falsedad de la máscara consensual y democrática de un sistema de dominación que sólo podía mantenerse como tal mediante la represión y la coacción de todo vestigio de protesta popular, de esta manera, se lograba cortar el protagonismo de las masas y se conseguía imponer a la fuerza la “paz social” necesaria a la ejecución e implementación del proyecto económico neoliberal.
Ante el escenario del 27-F, los sectores dominantes pertrechados en FEDECAMARAS y otros entes representativos del capital privado...“solicitaron aumentar el poder represivo dotando de recursos y de efectivos militares y policiales a las fuerzas del orden y la seguridad” (Sanín, 1992:90). En efecto, se trataba de la necesaria búsqueda de la dominante por imponer su racionalidad y poder ante un “desorden social” que amenazaba el consenso y la legitimidad social sobre las cuales se erigía. El orden social, “el disfraz de la violencia del sistema” (Barreiro, Julio, 1971: 41) sería impuesto no ya por vía de la disuasión pacífica que busca el consentimiento social para la búsqueda del “orden” por consenso y aceptación, sino, por vía de la coacción física y la represión oficial. Pero a su vez, esta misma urgencia por hacer prevalecer, a cualquier costo social “...las estructuras coercitivas del Estado sobre la dirección ideológica” (Macciocchi, 1977: 148) era el reconocimiento tácito de la incapacidad del sistema para relegitimarse por medios políticos y por consiguiente la legitimidad y vigencia del esquema de dominación hegemónico se hacía cada vez más difícil. El uso sistemático y sin límites de la represión durante el 27-F de 1989 es un elemento que nos señala empíricamente esa creciente pérdida de hegemonía, de liderazgo del sistema de dominación.
La ingobernabilidad que expresó la insurrección recuerda la dificultad permanente de lograr niveles de legitimidad altos, dentro de un sistema, cuyo referente material, la explotación económica, niega de plano la posibilidad de equilibrios a largo plazo. La explotación y la desigualdad económica en que viven las mayorías niega la permanencia de pactos estables en la relación autoridad-gobernabilidad. El conflicto sobre el cual se estructura esta relación hace del mismo una relación históricamente inviable, por lo que la inestabilidad y la ingobernabilidad son el verdadero signo del sistema:
...la idea de “gobernabilidad” es más bien la aplicación del antiguo concepto de control, de manejo y funcionalización del conflicto. Es decir, la cuestión no es el origen del conflicto en cuanto expresa necesidades materiales o políticas, sino las técnicas para impedir que atente contra el sistema. Su importancia se acrecienta en la medida en que aparece más profunda la crisis de hegemonía. Las técnicas son variadas; en síntesis, consisten en quebrar la amplitud de los frentes de expresión de los conflictos para manejarlos por parcialidades. Se trata de eludir las confrontaciones de clases provenientes de los subordinados. (Ruiz, Eduardo en Roitman, 1993: 138-139)
A partir de 1989 será evidente la creciente dificultad del sistema para “funcionalizar el conflicto”, pues los escasos márgenes consensuales dentro de los cuales se debe manejar el gobierno, no le permiten evadirlo, además de que la pérdida de credibilidad del sistema político institucional hacía más difícil su canalización hacia los espacios normales que aún le quedaban al el sistema.
Efectivamente, el protagonismo popular logra deslegitimar, de hecho, al gobierno de Carlos Andrés Pérez que se había instalado semanas antes, y desarticular la capacidad del orden político-institucional para enfrentar la protesta social que a partir del 27-F se volverá sistemática.
En oposición al protagonismo de las masas del 27-F, el Estado presenta el protagonismo represivo del aparato de Estado. La acción de la F.A.N., debemos ubicarla en su sitio, no se trataba de reestablecer la “paz y la armonía para todos”, tampoco de llevar tranquilidad y sosiego a la población a través de la “acción conciliatoria” de los cuerpos represivos del Estado, como lo pretendió presentar el Ministerio de la Defensa: “La F.A.N....luego de arduas tareas de control y mucha conciliación lograron con un costo social relativamente bajo resolver la situación... mi conciencia está limpia pues hice todo lo que pude para sostener los valores de libertad, paz y democracia”...(Alliegro, Italo de V., Ultimas Noticias, 27-02-94: 2-3). En el fondo, era el uso del aparato de fuerza para asegurar la libertad de acción de la estructura de poder de una clase que se atrincheraba detrás de los cuerpos represivos. De lo que se trataba era tratar de quebrar la protesta legítima de los oprimidos, de borrar todo vestigio de protagonismo colectivo y exigencias de equidad distributiva para las masas, con la acción eficaz del ametrallamiento de la población civil indefensa. La actuación de los cuerpos represivos, la descarga de todo el potencial bélico y operativo de los mismos sobre la sociedad iracunda, no fue una actuación neutral, profesional sino que fue una actuación que demostró, una vez más, para la tranquilidad del sistema, que el “ejército del pueblo” era el “brazo armado” de la clase dominante, cuando los dominados intentan rebasar los canales “normales” y democráticamente aceptados para su participación.
Aunque Carlos A. Pérez ganó las elecciones de 1988 con el 54% de los votos válidos, no pudo, durante su inconcluso mandato, superar la crisis de legitimidad que le generó a su gobierno no sólo la insurrección popular, sino el método que se escogió para enfrentarla. Así, durante todo su período, la efervescencia social que inauguraría el 27-F, ahondaría el espacio para la consolidación de otros procesos deslegitimadores que abrirían
el cauce para todas las modificaciones que han signado él (pasado) quinquenio. En lo social, la sustitución de una cultura de la pasividad por una cultura de la participación. En lo político, el enjuiciamiento a Carlos Andrés Pérez, las abstenciones electorales masivas y la constitución de nuevas fuerzas políticas que ha derrotado al bipartidismo y denunciado sus fraudes. En lo militar, la fractura de la unidad de mando de un ejército avergonzado de haber sido utilizado contra sus compatriotas. En lo económico, el freno de las políticas, de pauperización extrema. (Britto, García, Ultimas Noticias, 27-02-94: 9)
Evidentemente, los procesos deslegitimadores de mayor trascendencia histórica fraguaron a partir de la brecha que abre el 27-F de 1989; por lo tanto, a partir de allí se plantea la concreción de la deslegitimación del modelo hegemónico que hasta entonces había funcionado. Pero aunque el 27-F haya marcado un hito que junto con otros procesos acrecentarán la crisis de legitimidad del sistema, no significa que los períodos anteriores a esa brecha histórica, hayan transcurrido dentro de un clima de legitimación y de profundo consenso en el que las relaciones de poder hayan subsistido sin mayores peligros.
En este sentido, aunque para finales de la década de los ochenta, el sistema político-partidista había logrado administrar el conflicto por vías formales y electorales, este contexto de altos niveles de consenso siempre ha sido precario. Toda vez que tal sistema consensual se estructura sobre un modelo de explotación capitalista, que por sus inherentes características de desigualdad y exclusión social y económica, se encuentra constantemente asediado por el conflicto y el enfrentamiento social. Son los riesgos a los cuales está expuesto.
La situación es más dolorosa, pero mucho más clara, cuando el viejo orden ya no puede asumir ni puede absorber los conflictos sociales. Entonces los reprime por la fuerza bruta. El orden que el gobierno quiere mantener ya no se apoya en la confianza o persuasión, sino en la fuerza física...se desenmascara el rostro del estado policial...la violencia latente del régimen se transforma...en violencia efectiva. (Barreiro, Julio, 1978:63-64)
Así, el 27-F fue la compuerta que permitió, no solo el despertar de un colectivo que había estado neutralizado bajo la acción partidista sino también la reivindicación de la protesta social y la pérdida del consenso otorgado al régimen, como armas de luchas sociales con plena vigencia y colectivamente legitimadas.
ramirezn@ne.udo.edu.ve
Ya para el momento de implementación del paquete económico los niveles socioeconómicos de la población se aproximaban a los niveles de los años 40 (ver capítulo I). En este contexto, las masas populares percibieron los nuevos aumentos como intolerables dada su ya mermada capacidad adquisitiva. Así lo expresó Héctor Silva Michelena:
La explosión social se debió a un tratamiento de “choque” aplicado a una sociedad empobrecida, con una cúpula altamente enriquecida gracias al privilegio y la corrupción. No hay que olvidar que en Venezuela un 40 por ciento de la población vive en condiciones de extrema pobreza (y otro 40% en pobreza relativa). El alza indiscriminada de precios, la especulación, el acaparamiento o desabastecimiento artificial de los productos de la dieta básica, permitieron la explosión y los motines populares. El 27 de febrero fue un terremoto social. (El Diario de Caracas, 11-03-89: 16)
La insurrección popular queda inexorable e históricamente unida, al igual que en otros países latinoamericanos como Argentina, República Dominicana y Brasil, a la puesta en práctica del paquete de medidas neoliberales exigido por el F.M.I. como “única vía posible” para el otorgamiento de nuevos préstamos. Así quedó establecido en la Carta de Intención que firmó Venezuela en Washington.
En un sucinto trabajo que publicó la Socióloga Miriam Kornblith se especifican las causales primarias y secundarias que confluyeron en la materialización de los sucesos del 27-F:
Como factores detonantes, se considera el alza de las tarifas del transporte público. Los usuarios reaccionaron con indignación en contra de los conductores, a partir del cual se desataron los actos de violencia contra vehículos y establecimientos comerciales. Entre las causas inmediatas se incluye: el programa de ajuste económico ajustado el 16 de febrero de 1989, diseñado para reorientar la economía y obtener recursos financieros de organismos multilaterales y 2) los procesos de especulación, acaparamiento y desabastecimiento de productos de primera necesidad que venían ocurriendo desde finales de 1988...Entre las causas mediatas se consideran 1) las condiciones socioeconómicas post 1983 y 2) el clima político generado en la campaña electoral y la toma de posesión del nuevo gobierno. Con la devaluación drástica del bolívar, debido al descenso de los precios del petróleo, la fuga de capitales y los pagos de la deuda externa, se evidenciaron varios signos de debilidad en la economía del país, y se frustraron expectativas de superación socio-económica de la gran mayoría de la población. (CENDES, Nº 10: 17)
De esta manera, se fue configurando el contexto histórico dentro del cual se iniciará, de manera desorganizada y sin dirección partidista, la cadena de procesos deslegitimadores que pondrán al descubierto a un sistema político y a un gobierno carentes de legitimidad. Dentro de este contexto de factores que acrecientan la protesta se hallan tres sucesos vitales que ayudan a explicar el nivel de frustración acumulada en el que se encontraba la población para ese momento:
El 29 de octubre de 1988 14 pescadores son asesinados en Caño La Colorada, cerca de la población de El Amparo, Edo. Apure, por 19 funcionarios adscritos al Comando Específico José Antonio Páez (CEJAP) del Ministerio de la Defensa...el gobierno de Jaime Lusinchi justificó los hechos afirmando que se había tratado de un enfrentamiento con guerrilleros armados, aunque la evidencia siempre apuntó hacia la masacre, pues ¿cómo podía justificarse la versión de enfrentamiento cuando las experticias médico-forenses dan cuenta de disparos con orificios de entrada por la espalda y la parte posterior de la cabeza con distancias que oscilan entre uno y 50 cm. (Bolívar, Ligia, Rev. Sic., Nº 545: 226-228).
La impunidad institucionalizada, pretendió presentar ante la opinión pública los hechos disfrazados de manera que, una vez más, el estado de indefensión jurídica en el que se encontraba la población padeció la frustración colectiva de saber que, otra vez, los inocentes eran perseguidos y los culpables amparados. La masacre del Amparo sólo era la repetición, en otro tiempo y con otras victimas, de la eterna vulnerabilidad del Estado de Derecho en Venezuela.
En el mes de noviembre de ese mismo año (1988) el atropello policial cobra una nueva víctima, esta vez fue una niña en la población de Tejerías, Estado Aragua, quizá este hecho, por lo “común” del mismo no hubiera trascendido más allá de una simple nota de prensa si la protesta de los pobladores de Tejerías no lo hubiera convertido en un precedente importante del 27-F:
El estallido de Las Tejerías es sintomático porque constituye una manifestación de ese nuevo espíritu. No es la primera vez que un cuerpo policial mata a una niña como ocurrió en la población aragüeña. Las arbitrariedades son características...en un país como el nuestro. Pero jamás una masa pobladora había reaccionado ante el crimen con la instantánea reacción de protesta que estuvo presente en Tejerías. El Amparo ha abierto otro capítulo en esa nueva mentalidad que parecía destinado a desencadenar una etapa distinta en la vida nacional. La insurgencia de los habitantes de esa ciudad ha tenido rasgos inusitados, de nacimiento o gestación de algo nuevo en el país...El Amparo y Tejerías podrían ser los síntomas de una nueva actitud de los venezolanos en la defensa de sus derechos y en el repudio paralelo a los atropellos con que la trata las autoridades. (Rangel, D.A., Ultimas Noticias, 08-12-1988: 64)
El lento proceso de resquebrajamiento de la gobernabilidad social había comenzado mucho antes del 27-F. La emergencia de una creciente ola de protestas y malestar generalizado en la población apuntaba, desde un primer momento, al desmoronamiento de las bases políticas del sistema. Así “La vida política venezolana y el régimen de partidos que fueron puestos a prueba en los comicios de 1988, cuando se abstuvieron o votaron nulo dos millones de ciudadanos escépticos o inconformes, entraron en un túnel sombrío el 27 de febrero de 1989” (Sanin, 1989: 39).
Por otra parte, el sistema capitalista, por su propia esencia, niega la posibilidad a las mayorías marginadas del bienestar económico a participar en el usufructo de las riquezas que el país genera, pero paralelo a esta exclusión, exige el sacrificio y aporte de esta masa excluida de toda posibilidad de bienestar, para que asuma el “costo social y económico” de un modelo de crecimiento que paradójicamente es la negación de sus intereses como clase. Es la paradoja indisoluble del capital.
Para acrecentar las inversiones y los créditos extranjeros en el país y para potenciar el crecimiento económico, se siguieron los lineamientos fondomonetaristas, bajo el supuesto ideológico de que, en el largo plazo, dicho crecimiento sería irrigado a todo el país con la participación de todos los sectores en el producto socialmente generado; pero, mientras eso sucedía, en el corto plazo, se exigían los sacrificios de un solo sector:
Las normas del F.M.I., movidas por el propósito de lograr una estabilidad financiera y unos indicadores macroeconómicos favorables (que garantizaran el pago a tiempo de los intereses de la deuda) ha producido, sin embargo, consecuencias graves por su alto costo social. Los pueblos lo soportan con dificultad, y como son ellos soporte fundamental de la democracia, vuelven a aparecer preocupantes síntomas de inestabilidad institucional...la vitrina de la democracia latinoamericana, Venezuela, ha presentado situaciones, el 27 y 28 de febrero y 1 de marzo de 1989 y el 4 de febrero de 1992, que a todos, dentro y fuera de nuestro país ha causado inocultable inquietud. (Caldera, R., Rev. Política Internacional, Julio-Septiembre 1992: 6)
De esta manera, la fuerza de la protesta civil que se desata, y que luego tendrá correlato en el plano militar, devela la crisis de liderazgo político del sistema en medio de un proceso acelerado de empobrecimiento generalizado. En este contexto, el 27-F significó la definitiva ruptura o agotamiento del modelo de democracia populista y la emergencia, por un lado, de toda la fuerza protagónica de un actor, que siendo principal, siempre había actuado en papeles secundarios. Y por otro lado, está el papel desarrollado por el Estado quien se despoja de su máscara pseudo consensual, para administrar de manera eficiente su mejor papel: la represión y con ello, la sistemática violación de los derechos humanos de las mayorías.
Es imposible, a nuestro entender, analizar los sucesos del año 89 sin utilizar calificativos como masacre, tortura, acribillamiento, muerte, vejación, asesinato, barbarie, terror...para conocer en su exacta dimensión la acción de un “Estado Democrático” que a la fuerza y por las vías más “sanguinarias” logra controlar la insurrección popular más grande de la historia venezolana: “...Pérez ordenó disparar a discreción, someter a sangre y fuego lo que se le antojaba, era una revolución que podía echarlo del poder. Tuvo que escoger entre la propiedad y la vida: y él escogió la propiedad” (Ochoa A., E., 1992: 33). Pero, aunque controló la insurrección no se pudieron evitar sus consecuencias:
...la impopularidad social y política que se tradujo en la caída de su capacidad de negociación y, por lo tanto, en la imposibilidad de formar consensos suficientemente fuertes y estables como los que se necesitaban. Pero tal insurrección lo que demostraba era otra cuestión mucho más profunda y drástica: la democracia populista, bajo el control de grandes partidos de masa, tocaba a su fin. El 27 de febrero dejó en evidencia que la política había dejado de ser reino de los partidos, que el Estado distribuidor agonizaba y que los controles convencionales sobre la sociedad ya no existían y, lo más interesante, ella se había dado cuenta. (Sosa, J.M., Rev. Nueva Sociedad, Nº 124: 6)
Un hecho valioso de la insurrección popular es que careciendo de “dirección partidista” fue una protesta política en su nivel más profundo, aunque sus protagonistas no hayan tenido plena conciencia de ello; y es esta evidente carencia de manipulación partidista lo que demuestra la incapacidad del sistema político venezolano para ejercer sus “controles convencionales” sobre la sociedad civil. El 27-F fue la ruptura definitiva de las masas con el liderazgo populista. En efecto, “...no hay en Venezuela organización política alguna de lo que podría llamarse izquierda radical con capacidad para infiltrar y menos dirigir a los grupos que en todo el país saquearon negocios y comercios” (Díaz Rangel en Sanín, 1992: 110).
El vacío institucional que la protesta generó dentro del sistema político y de Estado sólo pudo ser resuelto mediante el uso del recurso militar como recurso político para llenar el vacío que la carencia de liderazgo y dirección política ocasionó:
La mayor parte de los comentarios coinciden en señalar el vacío que se generó en el país con motivo del estallido del 27 de febrero. Vacío de liderazgo, tanto en la que pudiéramos llamar la “sociedad convencional”, como en la otra, la marginal, la que se lanzó a la calle. Y vacío de poder. La dramática situación del poder en Venezuela quedó evidenciado en esos días de angustias y confusión. El gobierno, por ejemplo, no colapsó porque no había una fuerza organizada capaz de hacerlo colapsar. Pero la demostración de acefalía que presenció el país, de quiebra en materia de dirección no pudo ser más deplorable. El Estado se hallaba inerme. La autoridad no funcionó. (Rangel, José V. En Sanín: 108).
En efecto, el liderazgo político desapareció de la escena nacional, el inmovilismo que vivió, durante los días de protesta, el gobierno y la oposición fue producto y expresión de la incompetencia de las válvulas institucionales del sistema para dirimir y transegar la protesta hacia planos que no atentaran los intereses del sistema dominante. Esta incapacidad manifiesta del sistema político para administrar “eficientemente el conflicto” permitió, con la venia del ejecutivo y la oposición política, la entrada en escena de las Fuerzas Armadas Nacionales para liquidar la beligerancia social. Al respecto, José Machillanda, coronel retirado del Ejército, planteó lo siguiente:
El estamento militar ha sido empleado por el partidismo en Venezuela como “recurso político” para que, frente a graves y delicadas situaciones sociales del país, cumpla con tareas que le son ajenas a un cuerpo profesional...a fin de que le dé solución a problemas políticos por medios militares...El partidismo incompetente para conducir por buen camino la República ha desfigurado con anuencia e irresponsabilidad de los jefes militares de turno la función del componente armado convirtiéndoles en un cuerpo con funciones policiales. El resultado es dolor por los numerosos inocentes caídos, caídos por atreverse a ejercer el derecho legítimo a solicitar cambios en el país y en el sistema político que no pueden ser coartados, impedidos o limitados por un componente armado que tiene vigencia en la República para tareas distintas a la de arremeter contra un pueblo enardecido y con razón. (El Globo, 27-02-94:22-23)
Este uso de la maquinaria de guerra militar como recurso político para resguardar los intereses de la clase dominante expresó la falsedad de la máscara consensual y democrática de un sistema de dominación que sólo podía mantenerse como tal mediante la represión y la coacción de todo vestigio de protesta popular, de esta manera, se lograba cortar el protagonismo de las masas y se conseguía imponer a la fuerza la “paz social” necesaria a la ejecución e implementación del proyecto económico neoliberal.
Ante el escenario del 27-F, los sectores dominantes pertrechados en FEDECAMARAS y otros entes representativos del capital privado...“solicitaron aumentar el poder represivo dotando de recursos y de efectivos militares y policiales a las fuerzas del orden y la seguridad” (Sanín, 1992:90). En efecto, se trataba de la necesaria búsqueda de la dominante por imponer su racionalidad y poder ante un “desorden social” que amenazaba el consenso y la legitimidad social sobre las cuales se erigía. El orden social, “el disfraz de la violencia del sistema” (Barreiro, Julio, 1971: 41) sería impuesto no ya por vía de la disuasión pacífica que busca el consentimiento social para la búsqueda del “orden” por consenso y aceptación, sino, por vía de la coacción física y la represión oficial. Pero a su vez, esta misma urgencia por hacer prevalecer, a cualquier costo social “...las estructuras coercitivas del Estado sobre la dirección ideológica” (Macciocchi, 1977: 148) era el reconocimiento tácito de la incapacidad del sistema para relegitimarse por medios políticos y por consiguiente la legitimidad y vigencia del esquema de dominación hegemónico se hacía cada vez más difícil. El uso sistemático y sin límites de la represión durante el 27-F de 1989 es un elemento que nos señala empíricamente esa creciente pérdida de hegemonía, de liderazgo del sistema de dominación.
La ingobernabilidad que expresó la insurrección recuerda la dificultad permanente de lograr niveles de legitimidad altos, dentro de un sistema, cuyo referente material, la explotación económica, niega de plano la posibilidad de equilibrios a largo plazo. La explotación y la desigualdad económica en que viven las mayorías niega la permanencia de pactos estables en la relación autoridad-gobernabilidad. El conflicto sobre el cual se estructura esta relación hace del mismo una relación históricamente inviable, por lo que la inestabilidad y la ingobernabilidad son el verdadero signo del sistema:
...la idea de “gobernabilidad” es más bien la aplicación del antiguo concepto de control, de manejo y funcionalización del conflicto. Es decir, la cuestión no es el origen del conflicto en cuanto expresa necesidades materiales o políticas, sino las técnicas para impedir que atente contra el sistema. Su importancia se acrecienta en la medida en que aparece más profunda la crisis de hegemonía. Las técnicas son variadas; en síntesis, consisten en quebrar la amplitud de los frentes de expresión de los conflictos para manejarlos por parcialidades. Se trata de eludir las confrontaciones de clases provenientes de los subordinados. (Ruiz, Eduardo en Roitman, 1993: 138-139)
A partir de 1989 será evidente la creciente dificultad del sistema para “funcionalizar el conflicto”, pues los escasos márgenes consensuales dentro de los cuales se debe manejar el gobierno, no le permiten evadirlo, además de que la pérdida de credibilidad del sistema político institucional hacía más difícil su canalización hacia los espacios normales que aún le quedaban al el sistema.
Efectivamente, el protagonismo popular logra deslegitimar, de hecho, al gobierno de Carlos Andrés Pérez que se había instalado semanas antes, y desarticular la capacidad del orden político-institucional para enfrentar la protesta social que a partir del 27-F se volverá sistemática.
En oposición al protagonismo de las masas del 27-F, el Estado presenta el protagonismo represivo del aparato de Estado. La acción de la F.A.N., debemos ubicarla en su sitio, no se trataba de reestablecer la “paz y la armonía para todos”, tampoco de llevar tranquilidad y sosiego a la población a través de la “acción conciliatoria” de los cuerpos represivos del Estado, como lo pretendió presentar el Ministerio de la Defensa: “La F.A.N....luego de arduas tareas de control y mucha conciliación lograron con un costo social relativamente bajo resolver la situación... mi conciencia está limpia pues hice todo lo que pude para sostener los valores de libertad, paz y democracia”...(Alliegro, Italo de V., Ultimas Noticias, 27-02-94: 2-3). En el fondo, era el uso del aparato de fuerza para asegurar la libertad de acción de la estructura de poder de una clase que se atrincheraba detrás de los cuerpos represivos. De lo que se trataba era tratar de quebrar la protesta legítima de los oprimidos, de borrar todo vestigio de protagonismo colectivo y exigencias de equidad distributiva para las masas, con la acción eficaz del ametrallamiento de la población civil indefensa. La actuación de los cuerpos represivos, la descarga de todo el potencial bélico y operativo de los mismos sobre la sociedad iracunda, no fue una actuación neutral, profesional sino que fue una actuación que demostró, una vez más, para la tranquilidad del sistema, que el “ejército del pueblo” era el “brazo armado” de la clase dominante, cuando los dominados intentan rebasar los canales “normales” y democráticamente aceptados para su participación.
Aunque Carlos A. Pérez ganó las elecciones de 1988 con el 54% de los votos válidos, no pudo, durante su inconcluso mandato, superar la crisis de legitimidad que le generó a su gobierno no sólo la insurrección popular, sino el método que se escogió para enfrentarla. Así, durante todo su período, la efervescencia social que inauguraría el 27-F, ahondaría el espacio para la consolidación de otros procesos deslegitimadores que abrirían
el cauce para todas las modificaciones que han signado él (pasado) quinquenio. En lo social, la sustitución de una cultura de la pasividad por una cultura de la participación. En lo político, el enjuiciamiento a Carlos Andrés Pérez, las abstenciones electorales masivas y la constitución de nuevas fuerzas políticas que ha derrotado al bipartidismo y denunciado sus fraudes. En lo militar, la fractura de la unidad de mando de un ejército avergonzado de haber sido utilizado contra sus compatriotas. En lo económico, el freno de las políticas, de pauperización extrema. (Britto, García, Ultimas Noticias, 27-02-94: 9)
Evidentemente, los procesos deslegitimadores de mayor trascendencia histórica fraguaron a partir de la brecha que abre el 27-F de 1989; por lo tanto, a partir de allí se plantea la concreción de la deslegitimación del modelo hegemónico que hasta entonces había funcionado. Pero aunque el 27-F haya marcado un hito que junto con otros procesos acrecentarán la crisis de legitimidad del sistema, no significa que los períodos anteriores a esa brecha histórica, hayan transcurrido dentro de un clima de legitimación y de profundo consenso en el que las relaciones de poder hayan subsistido sin mayores peligros.
En este sentido, aunque para finales de la década de los ochenta, el sistema político-partidista había logrado administrar el conflicto por vías formales y electorales, este contexto de altos niveles de consenso siempre ha sido precario. Toda vez que tal sistema consensual se estructura sobre un modelo de explotación capitalista, que por sus inherentes características de desigualdad y exclusión social y económica, se encuentra constantemente asediado por el conflicto y el enfrentamiento social. Son los riesgos a los cuales está expuesto.
La situación es más dolorosa, pero mucho más clara, cuando el viejo orden ya no puede asumir ni puede absorber los conflictos sociales. Entonces los reprime por la fuerza bruta. El orden que el gobierno quiere mantener ya no se apoya en la confianza o persuasión, sino en la fuerza física...se desenmascara el rostro del estado policial...la violencia latente del régimen se transforma...en violencia efectiva. (Barreiro, Julio, 1978:63-64)
Así, el 27-F fue la compuerta que permitió, no solo el despertar de un colectivo que había estado neutralizado bajo la acción partidista sino también la reivindicación de la protesta social y la pérdida del consenso otorgado al régimen, como armas de luchas sociales con plena vigencia y colectivamente legitimadas.
ramirezn@ne.udo.edu.ve
Nellys Ramírez - www.aporrea.org
Los medios le aplicaron el paquetazo de la verguenza al 27-F
IMAGENES: GOOGLE
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Namasté