no preludia necesariamente una
catástrofe
Pero, al mismo tiempo, no hay salida tampoco a la crisis espiritual y a la crisis del ser, mientras que no comprendamos que somos seres interdependientes de la naturaleza y de la sociedad, de que somos seres de vínculos y relaciones y que por tanto necesariamente tenemos que renunciar, tenemos que abrirnos y dar incondicionalmente al otro, porque lo queramos o no, no nos pertenecemos del todo, no somos en realidad propietarios de nosotros mismos y si somos nosotros es porque tenemos al lado a alguien que nos reconoce como legítimos y nos ama de una y mil maneras con infinidad de matices.
El extraordinario florecimiento de las tecnologías esotéricas, espiritualistas, psicologistas y de autoayuda, asociadas al carácter hirperconsumista de nuestra época, ha contribuido en gran parte a llevarnos a un tipo especial de dimisión, abstención y desvinculación de la comunidad y de nuestra responsabilidad social y política.
Ha conseguido en gran medida que olvidemos e incluso despreciemos, a aquel sujeto fuerte de antaño, de convicciones profundas, de lealtad insobornable a causas nobles, de firmeza y valentía ante el reto de afrontar dificultades y situaciones injustas, para sustituirlo por un sujeto débil, terriblemente asustado por sus conflictos internos y egocéntricos, aterrado por sus enfermedades y dolencias físicas, abrumado por su responsabilidad social y por las exigencias y compromisos de sus vinculaciones y relaciones con los demás, pero sobre todo refugiado en un mundo interior que le proporciona una singular sensación de serenidad y tranquilidad que confunde con la auténtica paz que los grandes maestros como Gandhi, Luther King, Pedro Casaldáliga, Desmond Tutu, Teresa de Calcuta o Monseñor Romero, entre otros, nos han enseñado.
Este tipo de sabiduría light, esta espiritualidad de andar por casa que compra libros de autoayuda y meditación sin practicarlos, que acude a cursillos para vivir experiencias orgiásticas y alucinatorias, o que asiste sometida al encanto seductor de gurús y grandes sacerdotes laicos y religiosos, es la que a la postre, nos hace caer en una de las tal vez más peligrosas de las normosis.
La normosis de creer que únicamente con el cambio mental de percepción de la realidad o con el desarrollo de nuestra conciencia individual es posible alcanzar el paraíso terrenal y la felicidad perenne. Una normosis que por lo general se nutre de pensamiento mágico, de conciencia ingenua, de ausencia de pensamiento crítico y de un profundo e intenso miedo a ser uno mismo con todas las consecuencias. Liberarse pues del miedo en todas sus formas, tal vez sea el más fundamental y transcendente de los caminos para comenzar a despertar e iniciar nuevamente el proceso-proyecto permanente de nuestra propia liberación personal, comunitaria, social y planetaria.
FUENTE: http://www.tendencias21.net/La-actual-crisis-del-ser-no-preludia-necesariamente-una-catastrofe_a10885.html
La incertidumbre, el peligro o la negatividad encierran aspectos positivos, ya que posibilitan cambios cualitativos integradores y superadores
Estamos ante una crisis civilizatoria en la que todos los problemas están conectados, siendo paradójicamente las soluciones conocidas una de las causas fundamentales de los problemas. Una crisis que es al mismo tiempo una crisis del estar y una crisis del ser. Una crisis del estar en cuanto afecta a nuestro modo de hacer, al modo en que producimos, reproducimos, distribuimos y consumimos los bienes materiales. También al modo en que nos relacionamos con la naturaleza y con la sociedad, por lo que dicha crisis es al mismo tiempo económica, laboral, ecológica, social y política. Y una crisis del ser porque afecta a nuestro modo de ser, a nuestras formas de pensar y de sentir, a como construimos nuestra identidad personal y nuestro carácter, y a como nos comportamos o nos relacionamos con nosotros mismos. Bajo la apariencia de una normalidad social y culturalmente aceptada, se esconden todo un conjunto de rasgos productores de enfermedades y trastornos mentales. Sin embargo, la incertidumbre, el peligro o la negatividad encierran aspectos positivos, ya que pueden posibilitar cambios cualitativos integradores y superadores.
Por Juan Miguel Batalloso Navas.
Fuente: indexarte.com.ar.
«…Nuestro
principal problema, nuestro problema realmente esencial, es librarnos del miedo.
¿Saben lo que el miedo causa? Ofusca la mente. La insensibiliza. Del miedo brota
la violencia (…) En tanto exista el deseo de ganar, de realizarse, de llegar a
ser -en cualquier nivel que sea- habrá inevitablemente ansiedad, dolor, miedo
(…) El propósito de la educación es el de erradicar, tanto interna como
externamente, este miedo que destruye el pensamiento humano, la relación humana
y el amor…». J. Krishnamurti.
Según el Diccionario de la Real Academia Española, el significado de la palabra crisis hace referencia a una «mutación importante en el desarrollo de procesos o situación de un asunto o proceso cuando está en duda la continuación, modificación o cese. ». El término crisis se asocia por tanto al concepto de cambio, alteración, transformación, metamorfosis y posee más bien un carácter de duda, incertidumbre, de peligro de supervivencia. En nuestro caso, al referirnos a un organismo, un modelo, un sistema, una sociedad o a un ser humano, se aplica para describir que dicho organismo, sistema o ser humano presenta síntomas de agotamiento o muestra características que lo conducen a profundas transformaciones que pueden inducir incluso a su progresiva y definitiva destrucción o sustitución.
Este carácter de incertidumbre, peligro o negatividad que acostumbramos a percibir en toda crisis, en realidad es sólo aparente, puesto que toda crisis, ya sea referida a estructuras biológicas, psicológicas o psicosociales encierra aspectos negativos, pero también aspectos positivos. Positivos en cuanto las crisis pueden evolucionar hacia cambios cualitativos integradores y/o superadores de viejas contradicciones e insuficiencias del sistema, dando lugar a sistemas nuevos. Negativos porque toda crisis supone perturbaciones funcionales, procesos de desgaste, carencias, contradicciones que se presentan como insalvables y que originan ostensibles daños en las estructuras de conservación y mantenimiento de los sistemas, dando lugar en su caso, a la muerte del propio sistema, algo realmente grave en el caso de las crisis personales de carácter psicológico, ya que pueden incapacitarnos de por vida para la percepción de la realidad y la construcción del sentido de nuestra existencia.
No obstante, y aunque el concepto de crisis nos remite al concepto de riesgo y oportunidad, sus impactos y resultados son siempre asimétricos. Así por ejemplo, en la actual crisis económico-financiera de 2008 los poderosos y enriquecidos salen de ella con más poder y riqueza, mientras que los débiles y empobrecidos aumentan cuantitativa y cualitativamente su pauperización y debilidad.
Sin embargo, las crisis no son necesariamente el preludio de una catástrofe, ni mucho menos la apocalipsis que anuncia la destrucción total, como se nos intenta algunas veces presentar, sino que por el contrario, toda crisis puede servir para crear el clima o las condiciones necesarias para el surgimiento de elementos y estructuras nuevas capaces de generar respuestas originales para hacer frente a las patologías o disfunciones que el organismo, sistema o persona presenta. Y este es el caso por ejemplo, del resurgir de las movilizaciones y todo tipo de acciones reivindicativas realizadas recientemente por el “Movimiento de los indignados”, del “15-M” o la “Spanish Revolution”, que se han extendido por todo el mundo y cuyos resultados e impactos no han terminado todavía.
La crisis de nuestro tiempo, no es una crisis más del capitalismo de soluciones conocidas, es sobre todo una crisis que además de haber disminuido las ya deterioradas condiciones de existencia material y de bienestar social de las grandes mayorías del planeta, cebándose singularmente en Europa, está poniendo una vez más de manifiesto que estamos ante una crisis civilizatoria en la que todos los problemas están conectados siendo paradójicamente las soluciones conocidas, una de las causas fundamentales de los problemas.
Estamos pues ante una crisis que es al mismo tiempo una crisis del estar y una crisis del ser. Una crisis del estar en cuanto afecta a nuestro modo de hacer, al modo como producimos, reproducimos, distribuimos y consumimos los bienes materiales; al modo como nos relacionamos con la naturaleza y con la sociedad y, por tanto, es al mismo tiempo económica, laboral, ecológica, social y política. Y una crisis del ser porque afecta a nuestro modo de ser, a nuestras formas de pensar y de sentir, al modo como construimos nuestra identidad personal y al carácter o tendencias a comportarnos de una determinada manera, al modo en cómo nos relacionamos con nosotros mismos. Una crisis del ser también porque se relaciona estrechamente con nuestra compleja condición humana contradictoria y errática, pero al mismo tiempo racional, emocional y espiritual. Una crisis del ser en suma, porque incide directa e indirectamente en nuestra forma de construir conocimiento y sentido, pero sobre todo porque genera sufrimiento, dolor, ansiedad, estrés, depresión y un variado abanico de comportamientos neuróticos y/o psicopatológicos que son aceptados socialmente como normales y que por lo general tienen sus más hondas raíces en el miedo, un miedo patológico, individual y colectivo que nos paraliza y nos impide afrontar con valor los retos de nuestra existencia y de nuestra vida cotidiana.
Una sociedad enferma generadora de incertidumbre, inseguridad y desesperanza
«…Una sociedad sana desarrolla la capacidad del hombre para amar a sus prójimos, para trabajar creadoramente, para desarrollar su razón y su objetividad, para tener un sentimiento de sí mismo basado en el de sus propias capacidades productivas. Una sociedad insana es aquella que crea hostilidad mutua y recelos, que convierte al hombre en un instrumento de uso y explotación para otros, que lo priva de un sentimiento de sí mismo, salvo en la medida en que se somete a otros o se convierte en un autómata…». Erich Fromm
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), la salud mental puede definirse como «un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad», una definición que se inscribe en un concepto positivo de salud global e integral como «estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». Estamos pues ante un concepto de salud integral y transdisciplinar porque intervienen en él, todo el conjunto de relaciones, vinculaciones, interacciones, retroacciones, emergencias y recursiones procedentes de la dinámica entre individuo, naturaleza y sociedad.
¿Está entonces mentalmente sana nuestra sociedad, cuando «La población en riesgo de pobreza en la Unión Europea supera los 115 millones de personas, y las que se encuentran en situación de grave privación material eran en 2010 más de 40 millones, de ellos 1,8 millones en España»? ¿Tenemos posibilidades de estar mentalmente sanos cuando en España por ejemplo «…Uno de cada dos jóvenes está desempleado junto al 23 % de la población activa, al mismo tiempo que los bajos salarios generan un aumento del riesgo de pobreza, que alcanza al 14,4% de la población ocupada y al 23,7% de los niños menores de seis años»? ( FOESSA. 2012: 32, 8 y 38 ).
Según los últimos informes en relación a la Salud Mental en el mundo (OMS: 2011):
• Una de cada cuatro personas sufrirá algún trastorno mental en algún momento de la vida, situación que no solamente afecta a los países económicamente aventajados sino también a los países de más bajo índice de desarrollo humano, que se ven aun más afectados dada su escasa capacidad económica para hacer frente los servicios sanitarios. En estos países cuatro quintas partes de las personas con trastornos mentales no reciben ningún tipo de tratamiento.
• La depresión es la principal causa de discapacidad a escala mundial, estimándose que para el año 2020 será la primera causa de enfermedad en el mundo desarrollado.
• Casi el 50% de los trastornos mentales se inician antes de los 14 años de edad.
• Cada 40 segundos se suicida una persona, lo que supone un total de casi 800.000 personas al año, no obstante, anualmente diez millones de personas lo intentan sin conseguirlo.
• El desempleo multiplica por siete el riesgo de padecer una enfermedad mental. El paro paraliza carreras profesionales, reduce la autoestima, genera estrés psicológico y numerosos riesgos que dañan la salud. Aumenta la probabilidad de enfermar, tener problemas de ansiedad o depresión (tres veces más que en quienes trabajan), engancharse a drogas como el alcohol o el tabaco, morir prematuramente o suicidarse (Benach, J. y Muntaner, C.: 2011).
La actual crisis económica que azota a Europa y de forma más aguda a Grecia, Portugal y España, está condenando a millones de personas al desempleo, la precariedad y la pobreza. Una crisis que además de ahogar las posibilidades para conseguir unas mínimas condiciones materiales de vida a los sectores más débiles de la sociedad (crisis del estar), los condena igualmente a la incertidumbre, la inseguridad y la desesperanza de no saber cómo van a vivir el día de hoy sin poder pagar la electricidad, los servicios o llenar la cesta de la compra para la alimentación familiar.
Pero además, esta crisis del estar, o más bien del malestar, está provocando al mismo tiempo una suerte de pobreza psíquica como consecuencia de la singular sensación de fracaso y de carencia de autonomía que cada ser humano experimenta en particular, como efecto de su situación de pobreza material. Una pobreza psíquica, que va asociada a la sensación de haber fracasado en todo o de no ser capaz de comenzar siquiera la conquista de la necesaria autonomía económica para poder iniciar un proyecto de vida, como es el caso de los millones de jóvenes que eternizan su integración laboral y realización profesional o los millones de adultos que el mercado laboral excluye y/o somete a condiciones implacables y destructivas de adaptación y flexibilidad.
Así pues, precariedad, desempleo, desprotección social y pérdida de derechos laborales larga y duramente conquistados en décadas anteriores, acentúan y agudizan intensamente la sensación de inferioridad, humillación, fracaso, exclusión, soledad, autodesprecio, autoculpabilidad y desesperanza. Ante la angustia de los desahucios y no poder hacer uso de la vivienda habitual o ante la ansiedad de no poder disponer de una renta básica con que cubrir la necesidades mínimas de supervivencia, no debe extrañarnos que proliferen todo tipo de conductas de sumisión, de huida o de búsqueda de soluciones más allá de los límites de la legalidad o de lo que se considera socialmente como conducta aceptable. Estamos pues ante un caldo de cultivo que genera todo tipo de psicopatías y de trastornos mentales cuya base hay necesariamente que encontrarla, además de en la crisis económica actual, en la denominada por Gilles Lipovetsky la «sociedad del hiperconsumo» y de la «felicidad paradójica» que al mismo tiempo que genera infelicidad existencial en la opulencia de “los de arriba” produce infelicidad material y psíquica en “los de abajo” (Lipovetsky, G.; 2007: 189-191)
Según el Diccionario de la Real Academia Española, el significado de la palabra crisis hace referencia a una «mutación importante en el desarrollo de procesos o situación de un asunto o proceso cuando está en duda la continuación, modificación o cese. ». El término crisis se asocia por tanto al concepto de cambio, alteración, transformación, metamorfosis y posee más bien un carácter de duda, incertidumbre, de peligro de supervivencia. En nuestro caso, al referirnos a un organismo, un modelo, un sistema, una sociedad o a un ser humano, se aplica para describir que dicho organismo, sistema o ser humano presenta síntomas de agotamiento o muestra características que lo conducen a profundas transformaciones que pueden inducir incluso a su progresiva y definitiva destrucción o sustitución.
Este carácter de incertidumbre, peligro o negatividad que acostumbramos a percibir en toda crisis, en realidad es sólo aparente, puesto que toda crisis, ya sea referida a estructuras biológicas, psicológicas o psicosociales encierra aspectos negativos, pero también aspectos positivos. Positivos en cuanto las crisis pueden evolucionar hacia cambios cualitativos integradores y/o superadores de viejas contradicciones e insuficiencias del sistema, dando lugar a sistemas nuevos. Negativos porque toda crisis supone perturbaciones funcionales, procesos de desgaste, carencias, contradicciones que se presentan como insalvables y que originan ostensibles daños en las estructuras de conservación y mantenimiento de los sistemas, dando lugar en su caso, a la muerte del propio sistema, algo realmente grave en el caso de las crisis personales de carácter psicológico, ya que pueden incapacitarnos de por vida para la percepción de la realidad y la construcción del sentido de nuestra existencia.
No obstante, y aunque el concepto de crisis nos remite al concepto de riesgo y oportunidad, sus impactos y resultados son siempre asimétricos. Así por ejemplo, en la actual crisis económico-financiera de 2008 los poderosos y enriquecidos salen de ella con más poder y riqueza, mientras que los débiles y empobrecidos aumentan cuantitativa y cualitativamente su pauperización y debilidad.
Sin embargo, las crisis no son necesariamente el preludio de una catástrofe, ni mucho menos la apocalipsis que anuncia la destrucción total, como se nos intenta algunas veces presentar, sino que por el contrario, toda crisis puede servir para crear el clima o las condiciones necesarias para el surgimiento de elementos y estructuras nuevas capaces de generar respuestas originales para hacer frente a las patologías o disfunciones que el organismo, sistema o persona presenta. Y este es el caso por ejemplo, del resurgir de las movilizaciones y todo tipo de acciones reivindicativas realizadas recientemente por el “Movimiento de los indignados”, del “15-M” o la “Spanish Revolution”, que se han extendido por todo el mundo y cuyos resultados e impactos no han terminado todavía.
La crisis de nuestro tiempo, no es una crisis más del capitalismo de soluciones conocidas, es sobre todo una crisis que además de haber disminuido las ya deterioradas condiciones de existencia material y de bienestar social de las grandes mayorías del planeta, cebándose singularmente en Europa, está poniendo una vez más de manifiesto que estamos ante una crisis civilizatoria en la que todos los problemas están conectados siendo paradójicamente las soluciones conocidas, una de las causas fundamentales de los problemas.
Estamos pues ante una crisis que es al mismo tiempo una crisis del estar y una crisis del ser. Una crisis del estar en cuanto afecta a nuestro modo de hacer, al modo como producimos, reproducimos, distribuimos y consumimos los bienes materiales; al modo como nos relacionamos con la naturaleza y con la sociedad y, por tanto, es al mismo tiempo económica, laboral, ecológica, social y política. Y una crisis del ser porque afecta a nuestro modo de ser, a nuestras formas de pensar y de sentir, al modo como construimos nuestra identidad personal y al carácter o tendencias a comportarnos de una determinada manera, al modo en cómo nos relacionamos con nosotros mismos. Una crisis del ser también porque se relaciona estrechamente con nuestra compleja condición humana contradictoria y errática, pero al mismo tiempo racional, emocional y espiritual. Una crisis del ser en suma, porque incide directa e indirectamente en nuestra forma de construir conocimiento y sentido, pero sobre todo porque genera sufrimiento, dolor, ansiedad, estrés, depresión y un variado abanico de comportamientos neuróticos y/o psicopatológicos que son aceptados socialmente como normales y que por lo general tienen sus más hondas raíces en el miedo, un miedo patológico, individual y colectivo que nos paraliza y nos impide afrontar con valor los retos de nuestra existencia y de nuestra vida cotidiana.
Una sociedad enferma generadora de incertidumbre, inseguridad y desesperanza
«…Una sociedad sana desarrolla la capacidad del hombre para amar a sus prójimos, para trabajar creadoramente, para desarrollar su razón y su objetividad, para tener un sentimiento de sí mismo basado en el de sus propias capacidades productivas. Una sociedad insana es aquella que crea hostilidad mutua y recelos, que convierte al hombre en un instrumento de uso y explotación para otros, que lo priva de un sentimiento de sí mismo, salvo en la medida en que se somete a otros o se convierte en un autómata…». Erich Fromm
De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS), la salud mental puede definirse como «un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, puede trabajar de forma productiva y fructífera y es capaz de hacer una contribución a su comunidad», una definición que se inscribe en un concepto positivo de salud global e integral como «estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades». Estamos pues ante un concepto de salud integral y transdisciplinar porque intervienen en él, todo el conjunto de relaciones, vinculaciones, interacciones, retroacciones, emergencias y recursiones procedentes de la dinámica entre individuo, naturaleza y sociedad.
¿Está entonces mentalmente sana nuestra sociedad, cuando «La población en riesgo de pobreza en la Unión Europea supera los 115 millones de personas, y las que se encuentran en situación de grave privación material eran en 2010 más de 40 millones, de ellos 1,8 millones en España»? ¿Tenemos posibilidades de estar mentalmente sanos cuando en España por ejemplo «…Uno de cada dos jóvenes está desempleado junto al 23 % de la población activa, al mismo tiempo que los bajos salarios generan un aumento del riesgo de pobreza, que alcanza al 14,4% de la población ocupada y al 23,7% de los niños menores de seis años»? ( FOESSA. 2012: 32, 8 y 38 ).
Según los últimos informes en relación a la Salud Mental en el mundo (OMS: 2011):
• Una de cada cuatro personas sufrirá algún trastorno mental en algún momento de la vida, situación que no solamente afecta a los países económicamente aventajados sino también a los países de más bajo índice de desarrollo humano, que se ven aun más afectados dada su escasa capacidad económica para hacer frente los servicios sanitarios. En estos países cuatro quintas partes de las personas con trastornos mentales no reciben ningún tipo de tratamiento.
• La depresión es la principal causa de discapacidad a escala mundial, estimándose que para el año 2020 será la primera causa de enfermedad en el mundo desarrollado.
• Casi el 50% de los trastornos mentales se inician antes de los 14 años de edad.
• Cada 40 segundos se suicida una persona, lo que supone un total de casi 800.000 personas al año, no obstante, anualmente diez millones de personas lo intentan sin conseguirlo.
• El desempleo multiplica por siete el riesgo de padecer una enfermedad mental. El paro paraliza carreras profesionales, reduce la autoestima, genera estrés psicológico y numerosos riesgos que dañan la salud. Aumenta la probabilidad de enfermar, tener problemas de ansiedad o depresión (tres veces más que en quienes trabajan), engancharse a drogas como el alcohol o el tabaco, morir prematuramente o suicidarse (Benach, J. y Muntaner, C.: 2011).
La actual crisis económica que azota a Europa y de forma más aguda a Grecia, Portugal y España, está condenando a millones de personas al desempleo, la precariedad y la pobreza. Una crisis que además de ahogar las posibilidades para conseguir unas mínimas condiciones materiales de vida a los sectores más débiles de la sociedad (crisis del estar), los condena igualmente a la incertidumbre, la inseguridad y la desesperanza de no saber cómo van a vivir el día de hoy sin poder pagar la electricidad, los servicios o llenar la cesta de la compra para la alimentación familiar.
Pero además, esta crisis del estar, o más bien del malestar, está provocando al mismo tiempo una suerte de pobreza psíquica como consecuencia de la singular sensación de fracaso y de carencia de autonomía que cada ser humano experimenta en particular, como efecto de su situación de pobreza material. Una pobreza psíquica, que va asociada a la sensación de haber fracasado en todo o de no ser capaz de comenzar siquiera la conquista de la necesaria autonomía económica para poder iniciar un proyecto de vida, como es el caso de los millones de jóvenes que eternizan su integración laboral y realización profesional o los millones de adultos que el mercado laboral excluye y/o somete a condiciones implacables y destructivas de adaptación y flexibilidad.
Así pues, precariedad, desempleo, desprotección social y pérdida de derechos laborales larga y duramente conquistados en décadas anteriores, acentúan y agudizan intensamente la sensación de inferioridad, humillación, fracaso, exclusión, soledad, autodesprecio, autoculpabilidad y desesperanza. Ante la angustia de los desahucios y no poder hacer uso de la vivienda habitual o ante la ansiedad de no poder disponer de una renta básica con que cubrir la necesidades mínimas de supervivencia, no debe extrañarnos que proliferen todo tipo de conductas de sumisión, de huida o de búsqueda de soluciones más allá de los límites de la legalidad o de lo que se considera socialmente como conducta aceptable. Estamos pues ante un caldo de cultivo que genera todo tipo de psicopatías y de trastornos mentales cuya base hay necesariamente que encontrarla, además de en la crisis económica actual, en la denominada por Gilles Lipovetsky la «sociedad del hiperconsumo» y de la «felicidad paradójica» que al mismo tiempo que genera infelicidad existencial en la opulencia de “los de arriba” produce infelicidad material y psíquica en “los de abajo” (Lipovetsky, G.; 2007: 189-191)
Fuente: blog.park-avenue.
La aceptación social de lo patológico
Con estas premisas, hoy ya no podemos hablar con propiedad de trastornos mentales individuales en el sentido de atribuirlos exclusivamente a causas puramente físicas y/o neurológicas, sino que por el contrario son los contextos económicos, sociales y culturales los que condicionan e incluso determinan la aparición en mayor o en menor medida los mismos. De lo que no cabe ya la menor duda es que nuestra salud mental está estrechamente ligada a las características de los contextos y al tipo de relaciones e interacciones que los individuos mantienen entre ellos.
Fue Erich Fromm, uno de los primeros en darse cuenta a comienzos de la década de los cincuenta del pasado siglo, que el problema de la salud mental de una sociedad, no es tanto un asunto de individuos inadaptados o insuficientemente capacitados para hacer frente a los retos y exigencias de la vida, sino más bien un problema que afecta a la sociedad entera. Fue Fromm el primero que nos ayudó a comprender que la salud mental y la psicopatología individual hay que referirlas a psicosociopatías que emergen como efectos-causa de una sociedad enferma basada en unas características culturales que proceden no sólo del pensamiento mágico de creencias y tradiciones (el opio del pueblo), sino del modo en que los seres humanos se relacionan con la naturaleza para la producción de bienes materiales.
Para Fromm, además de las características individuales psicobiológicas que configuran el singular modo de ser y de comportarse de cada ser humano, son las condiciones materiales de existencia en las que los seres humanos viven, así como el tipo y el carácter de las relaciones que establecen los individuos entre sí para la producción, el intercambio y la distribución de bienes, las que generan y moldean lo que se conoce en psicología como carácter.
El carácter de una persona, es pues aquel conjunto de rasgos, tendencias, costumbres, hábitos, automatismos o disposiciones más o menos permanentes que un individuo utiliza, manifiesta y/o expresa para relacionarse tanto con el mundo exterior, como consigo mismo, haciendo de él un ser singular en el modo de procesar experiencias vitales y de relacionarse con la realidad social y natural. El carácter individual, en contra de lo que aparentemente nos podría parecer, no es una suma de contenidos psicológicos estáticos, innatos e internos, sino más bien una estructura humoral y de posibilidades conductuales que procede de las interacciones que los individuos realizan con su medio y el procesamiento cognitivo-emocional que cada individuo singularmente hace en función también de su estructura de creencias, de su biografía y experiencias previas, «...se forma esencialmente por las experiencias de la persona y, en especial, por las de su infancia y es modificable hasta cierto punto por el conocimiento de uno mismo y por nuevas experiencias...» (Fromm, E.; 1953: 65).
Son pues las experiencias de la persona, las que mediante complejos procesos de interacción e interiorización, las que configuran el carácter individual. Son los individuos, los que mediante su acción, interacción y relación con el medio social y natural, los que a la vez que producen transformaciones en el medio exterior, generan cambios en su medio interior, es decir, configuran y moldean un determinado estilo personal de conducta. Dicho en palabras de Fromm: «...son los modos específicos de relación de la persona con el mundo en el proceso de su vida, adquiriendo y asimilando objetos y relacionándose con otras personas y consigo mismo...» (Fromm, E.; 1953: 72) los que configuran el carácter de la misma, proporcionándole los recursos psicológicos necesarios para actuar razonablemente y de forma ajustada a la realidad, seleccionando mediante procesos de asimilación, acomodación, construcción y reconstrucción aquellas ideas y valores que mejor se adaptan a su experiencia.
Si partimos de esta concepción dialéctica del carácter como proceso y como producto social, es posible entonces encontrar relaciones y paralelismos entre la estructura sociohistórica concreta en un periodo de tiempo determinado y las conductas y maneras de ser de los individuos. Como señala Reich en relación a la función sociológica de la formación y reproducción del carácter «...Todo orden social crea aquellas formas caracteriológicas que necesita para su preservación. En la sociedad de clases, la clase gobernante asegura su posición, con ayuda de la educación y la institución de la familia, haciendo de sus propias ideologías, las ideologías rectoras de todos los miembros de la sociedad...» (Reich,W.; 1965: 20). Pero aquí no se trata de una intencionalidad buscada por el régimen social o político dominante, no se trata de una malévola imposición, sino más bien de un conjunto de reglas que rigen internamente el funcionamiento de una determinada estructura y por tanto poseen un valor funcional de autoconservación. (Martín Baró, I.; 1998: 53).
Desde esta perspectiva podemos entonces hablar de un carácter social como aquel conjunto de rasgos psicosociales que los individuos de una misma cultura o grupo social comparten entre sí, de tal forma que si analizamos el carácter de un individuo determinado y verificando los rasgos que comparte con su grupo social, podríamos inferir el carácter social e incluso la totalidad de la estructura social en la que vive. O también la operación contraria: analizando las características de la estructura socieconómica, política y cultural de un grupo social determinado, podemos igualmente deducir los rasgos caracteriológicos que comparten los miembros del grupo y que constituyen su carácter social. (Fromm, E. 1953: 73-75).
Con otras palabras: los valores, actitudes, contenidos y específicas maneras de ser y de comportarse de cada individuo se constituyen estructuralmente en la mente de cada uno de ellos, como producto y expresión de las características del medio social con el que ese individuo interacciona, lo que en otros términos significa admitir que toda estructura social se corresponde con estructuras caracteriológicas afines a la posición social que se ocupe en dicha estructura. Es decir, que dentro de un mismo carácter social, pueden presentarse características singulares de determinados grupos sociales, según sea la posición que estos grupos ocupen en el uso y el ejercicio del poder, ya sea éste económico, político o ideológico. Así por ejemplo y aunque compartan rasgos psicosociales, no es lo mismo el conformismo de las clases altas y medias, caracterizado por el hedonismo, el hiperconsumo, la frustración permanente, el tedio y el aburrimiento, las conductas bipolares, el vacío existencial, la ansiedad, o la creencia en el darwinismo social, etc. que el conformismo de las clases populares o de las capas sociales más débiles, que está más bien fundado en el pensamiento mágico y la conciencia ingenua, en la creencia en la inevitabilidad del destino, en la sumisión, resignación y todo tipo de satisfacciones vicarias, etc. (Martín Baró, I.; 1998: 78).
Consecuentemente con todo ello, una sociedad entera puede estar enferma aunque los individuos que la integran tengan la sensación de normalidad como consecuencia de la mayoritaria presencia de determinados rasgos que aunque sean en sí mismos patológicos, pasan desapercibidos dada su aceptación social. Por ello Fromm nos habla de «patología de la normalidad», como la enfermedad social que se produce como consecuencia de las formas particulares, generalmente aceptadas e institucionalmente legitimadas en que los individuos producen los bienes materiales mediante la eufemísticamente denominada economía de libre o mercado que en realidad es el sistema capitalista de producción.
Con estas premisas, todas las crisis del capitalismo, así como la crisis económica y financiera que atravesamos y que ha sumido a Europa, en una situación de bancarrota y desempleo nunca antes conocida, crisis que se inscribe en una megacrisis civilizatoria que hemos denominado como crisis del estar, además de generar efectos directos en la salud mental de los individuos, produce también efectos indirectos de medio y largo plazo que todavía no podemos precisar, pero que configuran un carácter social potencialmente patogénico.
Aquí es donde creemos que se encuentra una de las principales fuentes de lo que aquí queremos conceptualizar como crisis del ser, una crisis cuya característica más destacable reside en ignorar, que bajo la apariencia de una normalidad social y culturalmente aceptada, se esconden todo un conjunto de rasgos productores de enfermedades y trastornos mentales. De esta forma, puede suceder, que lo consensuado socialmente como patogénico o como fuente de neurosis, resulte ser lo más auténtico, productivo y creador, o lo más sano y viceversa, aquellas conductas que son consideradas como normales y más aceptadas como fuente de bienestar y salud mental, sean precisamente las más enajenantes, neuróticas y autodestructivas.
Con estas premisas, hoy ya no podemos hablar con propiedad de trastornos mentales individuales en el sentido de atribuirlos exclusivamente a causas puramente físicas y/o neurológicas, sino que por el contrario son los contextos económicos, sociales y culturales los que condicionan e incluso determinan la aparición en mayor o en menor medida los mismos. De lo que no cabe ya la menor duda es que nuestra salud mental está estrechamente ligada a las características de los contextos y al tipo de relaciones e interacciones que los individuos mantienen entre ellos.
Fue Erich Fromm, uno de los primeros en darse cuenta a comienzos de la década de los cincuenta del pasado siglo, que el problema de la salud mental de una sociedad, no es tanto un asunto de individuos inadaptados o insuficientemente capacitados para hacer frente a los retos y exigencias de la vida, sino más bien un problema que afecta a la sociedad entera. Fue Fromm el primero que nos ayudó a comprender que la salud mental y la psicopatología individual hay que referirlas a psicosociopatías que emergen como efectos-causa de una sociedad enferma basada en unas características culturales que proceden no sólo del pensamiento mágico de creencias y tradiciones (el opio del pueblo), sino del modo en que los seres humanos se relacionan con la naturaleza para la producción de bienes materiales.
Para Fromm, además de las características individuales psicobiológicas que configuran el singular modo de ser y de comportarse de cada ser humano, son las condiciones materiales de existencia en las que los seres humanos viven, así como el tipo y el carácter de las relaciones que establecen los individuos entre sí para la producción, el intercambio y la distribución de bienes, las que generan y moldean lo que se conoce en psicología como carácter.
El carácter de una persona, es pues aquel conjunto de rasgos, tendencias, costumbres, hábitos, automatismos o disposiciones más o menos permanentes que un individuo utiliza, manifiesta y/o expresa para relacionarse tanto con el mundo exterior, como consigo mismo, haciendo de él un ser singular en el modo de procesar experiencias vitales y de relacionarse con la realidad social y natural. El carácter individual, en contra de lo que aparentemente nos podría parecer, no es una suma de contenidos psicológicos estáticos, innatos e internos, sino más bien una estructura humoral y de posibilidades conductuales que procede de las interacciones que los individuos realizan con su medio y el procesamiento cognitivo-emocional que cada individuo singularmente hace en función también de su estructura de creencias, de su biografía y experiencias previas, «...se forma esencialmente por las experiencias de la persona y, en especial, por las de su infancia y es modificable hasta cierto punto por el conocimiento de uno mismo y por nuevas experiencias...» (Fromm, E.; 1953: 65).
Son pues las experiencias de la persona, las que mediante complejos procesos de interacción e interiorización, las que configuran el carácter individual. Son los individuos, los que mediante su acción, interacción y relación con el medio social y natural, los que a la vez que producen transformaciones en el medio exterior, generan cambios en su medio interior, es decir, configuran y moldean un determinado estilo personal de conducta. Dicho en palabras de Fromm: «...son los modos específicos de relación de la persona con el mundo en el proceso de su vida, adquiriendo y asimilando objetos y relacionándose con otras personas y consigo mismo...» (Fromm, E.; 1953: 72) los que configuran el carácter de la misma, proporcionándole los recursos psicológicos necesarios para actuar razonablemente y de forma ajustada a la realidad, seleccionando mediante procesos de asimilación, acomodación, construcción y reconstrucción aquellas ideas y valores que mejor se adaptan a su experiencia.
Si partimos de esta concepción dialéctica del carácter como proceso y como producto social, es posible entonces encontrar relaciones y paralelismos entre la estructura sociohistórica concreta en un periodo de tiempo determinado y las conductas y maneras de ser de los individuos. Como señala Reich en relación a la función sociológica de la formación y reproducción del carácter «...Todo orden social crea aquellas formas caracteriológicas que necesita para su preservación. En la sociedad de clases, la clase gobernante asegura su posición, con ayuda de la educación y la institución de la familia, haciendo de sus propias ideologías, las ideologías rectoras de todos los miembros de la sociedad...» (Reich,W.; 1965: 20). Pero aquí no se trata de una intencionalidad buscada por el régimen social o político dominante, no se trata de una malévola imposición, sino más bien de un conjunto de reglas que rigen internamente el funcionamiento de una determinada estructura y por tanto poseen un valor funcional de autoconservación. (Martín Baró, I.; 1998: 53).
Desde esta perspectiva podemos entonces hablar de un carácter social como aquel conjunto de rasgos psicosociales que los individuos de una misma cultura o grupo social comparten entre sí, de tal forma que si analizamos el carácter de un individuo determinado y verificando los rasgos que comparte con su grupo social, podríamos inferir el carácter social e incluso la totalidad de la estructura social en la que vive. O también la operación contraria: analizando las características de la estructura socieconómica, política y cultural de un grupo social determinado, podemos igualmente deducir los rasgos caracteriológicos que comparten los miembros del grupo y que constituyen su carácter social. (Fromm, E. 1953: 73-75).
Con otras palabras: los valores, actitudes, contenidos y específicas maneras de ser y de comportarse de cada individuo se constituyen estructuralmente en la mente de cada uno de ellos, como producto y expresión de las características del medio social con el que ese individuo interacciona, lo que en otros términos significa admitir que toda estructura social se corresponde con estructuras caracteriológicas afines a la posición social que se ocupe en dicha estructura. Es decir, que dentro de un mismo carácter social, pueden presentarse características singulares de determinados grupos sociales, según sea la posición que estos grupos ocupen en el uso y el ejercicio del poder, ya sea éste económico, político o ideológico. Así por ejemplo y aunque compartan rasgos psicosociales, no es lo mismo el conformismo de las clases altas y medias, caracterizado por el hedonismo, el hiperconsumo, la frustración permanente, el tedio y el aburrimiento, las conductas bipolares, el vacío existencial, la ansiedad, o la creencia en el darwinismo social, etc. que el conformismo de las clases populares o de las capas sociales más débiles, que está más bien fundado en el pensamiento mágico y la conciencia ingenua, en la creencia en la inevitabilidad del destino, en la sumisión, resignación y todo tipo de satisfacciones vicarias, etc. (Martín Baró, I.; 1998: 78).
Consecuentemente con todo ello, una sociedad entera puede estar enferma aunque los individuos que la integran tengan la sensación de normalidad como consecuencia de la mayoritaria presencia de determinados rasgos que aunque sean en sí mismos patológicos, pasan desapercibidos dada su aceptación social. Por ello Fromm nos habla de «patología de la normalidad», como la enfermedad social que se produce como consecuencia de las formas particulares, generalmente aceptadas e institucionalmente legitimadas en que los individuos producen los bienes materiales mediante la eufemísticamente denominada economía de libre o mercado que en realidad es el sistema capitalista de producción.
Con estas premisas, todas las crisis del capitalismo, así como la crisis económica y financiera que atravesamos y que ha sumido a Europa, en una situación de bancarrota y desempleo nunca antes conocida, crisis que se inscribe en una megacrisis civilizatoria que hemos denominado como crisis del estar, además de generar efectos directos en la salud mental de los individuos, produce también efectos indirectos de medio y largo plazo que todavía no podemos precisar, pero que configuran un carácter social potencialmente patogénico.
Aquí es donde creemos que se encuentra una de las principales fuentes de lo que aquí queremos conceptualizar como crisis del ser, una crisis cuya característica más destacable reside en ignorar, que bajo la apariencia de una normalidad social y culturalmente aceptada, se esconden todo un conjunto de rasgos productores de enfermedades y trastornos mentales. De esta forma, puede suceder, que lo consensuado socialmente como patogénico o como fuente de neurosis, resulte ser lo más auténtico, productivo y creador, o lo más sano y viceversa, aquellas conductas que son consideradas como normales y más aceptadas como fuente de bienestar y salud mental, sean precisamente las más enajenantes, neuróticas y autodestructivas.
Fuente:
blogdeintervencionderosario.blogspot.com.
La normosis como paradigma social
«…La normosis se caracteriza por la falta de inversión en el potencial psíquico, ético y noético, representando un estado de estancamiento de la evolución consciente, propiamente humana…». Roberto Crema
La «normosis», en palabras de Pierre Weil puede ser definida como «…el conjunto de normas, conceptos, valores, estereotipos, hábitos de pensar o de actuar, que son aprobados por consenso o por la mayoría de una determinada sociedad y que provocan sufrimiento, dolencia y muerte: algo patogénico y letal, ejecutado sin que sus autores y actores tengan conciencia de su naturaleza patológica.» (WeiL, P.; Leloup, J.Y.; Crema, R,; 2003: 22). Se trata de un tipo especial de neurosis cuya sociogénesis hay que situarla en aquellos principios, valores y normas que se nos ofrecen y presentan como completamente naturales y normales, pero que en realidad no lo son, ya que responden a una determinada cosmovisión y a un determinado modo de producción, como son los que sustentan el paradigma civilizatorio dominante mercantil y patriarcal, cuya expresión caracteriológica se concreta en el modo de tener y el modo de hacer como nos indica Fromm.
Para Pierre Weil, pueden diferenciarse al menos dos tipos de normosis, las normosis generales y las específicas. Las primeras son aquellas que nos pueden llevar a la autodestrucción e incluso al suicidio individual y colectivo. Según Weil, el origen más remoto se encuentra en la cultura del patriarcado que niega e invisibiliza lo femenino, reprimiendo la afectividad y aquellos valores que fundamentan y sostienen la ética del cuidado. No obstante, creemos con Erich Fromm, que las psicosociopatías de la modernidad se alimentan también y sobre todo del paradigma civilizatorio industrial y mercantil, que es al mismo tiempo patriarcal (Fromm, E.; 1964: 71-175).
La normosis de origen patriarcal es la que se produce como consecuencia de la aceptación como natural la irracional creencia de una supuesta superioridad de los hombres frente a las mujeres, creencia incrustada en nuestras sociedades y en nuestras mentes que hace posible la existencia de machismo, sexismo, androcentrismo, misoginia, homofobia o sencillamente desprecio, marginación, infravaloración y naturalización de la discriminación de las mujeres y de lo femenino.
Lo más grave del patriarcado no reside únicamente en el hecho de dar racionalidad y legitimidad a costumbres y tradiciones sexistas fundando así todos los valores y costumbres de un sistema social, sino en haber quedado instalado en nuestras mentes como una forma natural de discurrir y un hábito normal de comportamiento. Es así como aceptamos como natural la invisibilización de las mujeres; su encasillamiento en determinados perfiles y actividades laborales; su marginación de los puestos de responsabilidad y poder; su discriminación en relación a los costosos esfuerzos que tienen que realizar para desarrollar sus carreras profesionales; sus múltiples trabajos de madres, esposas, hijas, amas de casa y profesionales o su situación generalmente subordinada, secundaria y/o dependiente de los hombres. Y esta situación obviamente es patogénica en cuanto que genera racionalizaciones, autoculpabilizaciones, estrés, ansiedad, autodesprecio, miedos de diverso tipo, victimización, mecanismos de defensa y escape, etc., pero también porque producen daño físico y psíquico e incluso la muerte como consecuencia de la mal llamada violencia de género, que es en realidad una violencia machista de los hombres sobre las mujeres.
El patriarcado y en general el dominio masculino es la expresión del desprecio de lo emocional frente a la exclusividad y la sobrevaloración de lo racional, o también el predominio de la conquista y la explotación sobre el cultivo y sobre el cuidado, o de la agresión sobre la ternura, pero también de la competencia sobre la colaboración. La cultura patriarcal es aquella que «…valora la guerra, la competencia, la lucha, las jerarquías, la autoridad, el poder, la procreación, el crecimiento, la apropiación de los recursos y la justificación racional del control y de la dominación de los otros a través de la apropiación de la verdad.» (Maturana, H. y Verden Z., Gerda; 2003: 36).
En una sociedad determinada las mentes de los individuos padecen de normosis en la medida en que los estereotipos, prejuicios, supuestos y dogmas interiorizados de la cultura patriarcal generan, legitiman y reproducen las relaciones de dominio-sumisión y de paternalismo-dependencia, obstaculizando así la posibilidad de establecer vínculos y relaciones solidarias y fraternales. La mente patriarcal es aquella que incapacita a las personas para establecer relaciones maduras e interdependientes basadas en el amor libre e incondicional, haciéndolas en mayor o en menor medida esclavas de dependencias afectivas y de obsesiones compulsivas de carácter sadomasoquista, ya sea mediante la imposición violenta o pacífica, directa o indirecta, de supuestos poderes absolutos divinizados, o mediante la obediencia ciega y el conformismo.
Es a partir de la cultura patriarcal como puede entenderse también la denominada por Roberto Crema la normosis del cientifismo que ignora la vinculación y complejidad de los fenómenos reduciéndolos a dualidades de variables discretas y separando ciencia de conciencia, oscureciendo y/o negando los espacios en donde surgen y se alimentan los valores éticos, espacios que no son otros que los espacios del corazón. (Weil, P.; Leloup, J.Y.; Crema, R,; 2003: 47-52). Es la cultura patriarcal la que ha colonizado nuestras mentes para hacernos creer que debemos rendir eterno culto y devoción a las funciones del pensamiento y la razón, convirtiendo así a la ciencia, la tecnología y el mercado en los nuevos dioses de nuestro tiempo. Pero además, fanatismo, sectarismo, dogmatismo, fascismo, estalinismo y todas las variadas formas de autoritarismo y dependencia en nuestras relaciones sociales, tienen su origen en la mente patriarcal, una mente que se caracteriza por «… el predominio la razón sobre el amor y el sano instinto y por la ruptura del equilibrio entre el amor instintivo, orientado al goce, el amor bondadoso y empático orientado hacia el prójimo y el amor-reverencia, cuya expresión ordinaria es el aprecio y su forma máxima la adoración (…)» (Naranjo, C.; 2009: 81)
La normosis tiene también un origen paradigmático, como nos señala Roberto Crema, paradigmático en cuanto participa de creencias y supuestos científico-técnicos de tipo dualista, mecanicista, reduccionista, especializado y que excluyen la posibilidad de alternativa o de un tercero incluido. Pero también tiene un origen sistémico, porque la normosis aparece cuando el sistema social y el sistema de orientación y de construcción de sentido personal se ajustan a los supuestos, creencias, costumbres patogénicas que son aceptadas como normales. De aquí que la normosis se genere también como consecuencia de las características, modos de funcionamiento, contradicciones y supuestos que fundamentan el insostenible sistema capitalista de producción.
En el análisis del carácter social del sistema capitalista de producción brillantemente realizado por Erich Fromm, se destaca que la principal fuente de la patología de la normalidad en la sociedad contemporánea es la enajenación o actitud y/o conducta mediante la cual el individuo se conduce de un modo automático que le es extraño a sí mismo. Es como si en su interior llevara otra conciencia u otra persona que no le pertenece, comportándose como si estuviera movido por deseos, objetivos, motivos y acciones en los que les son extraños ya que él no ha intervenido en su elaboración, ni tampoco ha decidido, pero que sigue y obedece con adhesión y continuidad aunque incluso sienta en su interior que no forman parte de él. Se trata de un estado de adormecimiento por el cual el individuo cree que es dueño de sus actos cuando en realidad está siguiendo las órdenes y la dirección que le marcan poderes impersonales que sustituyen su conciencia y que se manifiestan en forma de impulsos que no puede controlar, obstaculizando y/o secuestrando no sólo su singular poder creador y de vinculación con la naturaleza y la sociedad, sino sobre todo la emergencia y el desarrollo de su conciencia, dado que ésta o bien permanece aletargada y ausente, o sencillamente dormida.
Dicho en palabras de Fromm, la enajenación es «…un modo de experiencia en que la persona se siente a sí misma como un extraño. Podría decirse que ha sido enajenado de sí mismo. No se siente a sí mismo como centro de su mundo, como creador de sus propios actos, sino que sus actos y las consecuencias de ellos se han convertido en amos suyos, a los cuales obedece y a los cuales quizás hasta adora. La persona enajenada no tiene contacto consigo misma, lo mismo que no lo tiene con ninguna otra persona. Él, como todos los demás, se siente como se sienten las cosas, con los sentidos y con el sentido común, pero al mismo tiempo sin relacionarse productivamente consigo mismo y con el mundo exterior (…) No se puede apreciar plenamente la naturaleza de la enajenación sin tener en cuenta un aspecto específico de la vida moderna: su rutinización, y la represión de la percepción de los problemas básicos de la existencia humana. Tocamos aquí un problema universal de la vida…» (Fromm, E.; 1964: 105 y 123)
Un mismo patrón, múltiples normosis
La normosis bien entendida es pues un estado de enajenación e inconsciencia mediante el cual los individuos obedecen a autoridades anónimas impersonales negándoles así la posibilidad de ser ellos mismos y de co-crear posibilidades de pensamiento y acción. Posibilidades que sean capaces de romper los moldes de un pensamiento único castrador e insostenible que se nutre dogmas y axiomas incuestionables que conducen a la destrucción de la vida en el planeta y con ella a nuestra propia muerte como especie humana. Y es a partir de aquí como podemos entender también, las variadas normosis específicas de las que magistralmente nos informan en sus obras Pierre Weil, Erich Fromm y Gilles Lipovestky y que a nuestro juicio son entre otras:
1. Normosis patriarcal. La que reprime o niega los valores y la visibilidad de lo femenino. La que desactiva y anula el poder creador de los afectos, la ternura, el amor y la compasión. La que dicotomiza y separa mente/cuerpo, razón/emoción, justicia/compasión, objeto/sujeto, etc. impidiéndonos la percepción de que somos seres complejos y de contexto y por tanto irremisiblemente abocados a superar esa original separatividad de la que nos habla Fromm mediante la vinculación con nuestros semejantes.
2. Normosis consumista. La que ha convertido nuestro planeta en un estercolero y al ser humano en un esclavo permanentemente frustrado, de forma que cuanto más consume, más se esclaviza identificando así alegría con felicidad, bienestar material con vitalidad y capacidad de elegir, comprar y consumir mercancías con libertad.
3. Normosis rutinaria. La que nos obliga a actuar con patrones estereotipados, incuestionables y dogmáticos en nombre de supuestas tradiciones y costumbres de validez universal o bajo el principio de que “siempre ha sido así” y que nada puede hacerse para transformar el mundo, nuestras instituciones y cambiarnos a nosotros mismos. La que propicia hábitos, conductas automáticas, costumbres y culturas organizativas que producen y reproducen injusticias, discriminaciones, privilegios rindiendo culto a ídolos, ya sean líderes supuestamente carismáticos, normas consuetudinarias que se aceptan sin ser cuestionadas y contrastadas por el pensamiento crítico o estilos y formas de vida dadas e impuestas, manifiesta o de forma oculta por el mercado y la industria de la conciencia.
4. Normosis burocrática. La que privilegia e impone las relaciones de mando/obediencia y subordinación/sumisión estableciendo separaciones, jerarquías, normas impersonales y mandatos imperativos e impidiendo el desarrollo de culturas de cooperación, diálogo y participación. La que instaura el reino de las separaciones entre medios/fines, pensantes/ejecutantes; dirigentes/dirigidos; jefes/subordinados y propiciando la especialización, el mecanicismo, el gerencialismo y la rutina.
5. Normosis democrática. La que confunde y mixtifica representación y participación, derechos formales y derechos sociales, capacidad de elegir con necesidad de compartir. La que promueve y asume como natural la cultura del cinismo que acepta la mentira, el doble lenguaje, la corrupción, el clientelismo, el culto a la personalidad, la eternización en los cargos, las luchas intestinas, como características normales de las instituciones llamadas democráticas. La que ignora que la democracia es más un asunto de derechos humanos, valores, actitudes y de ética, que una cuestión de mera representación escénica o de mercantil compra/venta de voluntades.
6. Normosis mercantil. La que todo lo reduce a mercancía confundiendo siempre valor de uso con el valor de cambio. La que objetualiza a los seres humanos convirtiéndolos en un producto más del mercado. La que nos lleva a aceptar como natural el drama y el escándalo del hambre, la pobreza, el desempleo, la precariedad, el afán de lucro, la acumulación infinita de beneficios, la especulación, el robo y todas las variadas formas de explotación y de ganancia.
7. Normosis bélica. La que acepta como natural la cultura de la guerra, de la carrera de armamentos, del negocio de las armas, de la violencia y de la agresión en todas sus formas. La que nos incapacita para la resolución pacífica de conflictos, la reconciliación, la convivencia, la tolerancia y la paz. La que promueve, provoca y estimula las emociones destructivas, el odio al diferente, la ira, la ambición y el saqueo.
8. Normosis espiritualista. La que promueve comportamientos de aislamiento, abstracción y separación de la realidad haciéndonos caer en el intimismo, el contemplacionismo o en el refugio interior olvidando que el desarrollo de la conciencia no es un asunto exclusivo del ser interno, sino del ser en relación con la naturaleza y con nuestros semejantes. Las que estimulan una y mil formas comerciales de huida, evasión, bienestar psíquico rindiendo culto a gurús, sacerdotes religiosos o laicos o supuestas verdades que nos apartan del compromiso, la generosidad, la solidaridad y la compasión con y para los demás. Las que separan la conciencia del ser y/o la conciencia espiritual de la conciencia del vivir y el convivir, de la conciencia social y política, de la conciencia crítica y autocrítica. La que directa o indirectamente promueve la fragmentación del ser, la obediencia ciega, la sumisión, el culto irracional y la adoración a creencias y/o supuestas verdades reveladas incuestionables. La que impide el ecumenismo, la transreligiosidad y la percepción de que somos seres complejos antropobiocósmicos interligados y sutilmente conectados y partícipes de una realidad que nos transciende y sostiene. La que nos dificulta en suma desarrollar una espiritualidad integral de todas las dimensiones de nuestra condición humana, siendo al mismo tiempo coherente y auténtica.
Sin embargo la «normosis», no sólo puede describirse como un comportamiento enajenado y/o psicopatológico que se nos presenta consensuado y normalizado socialmente. La normosis, como nos señala Jean-Yves Leloup, es también un sufrimiento interno provocado por el miedo y el temor a llegar a ser nosotros mismos en cuanto que nos resulta mucho más protector, cómodo y seguro asumir los criterios y categorías generales que son aceptadas como normales por toda la sociedad. Es el miedo a ser realmente libres, del que ya nos hablara Erich Fromm en su «Miedo a la libertad», miedo que o bien nos lleva a subordinarnos a un pastor, a un maestro o a un líder y por tanto a ser esclavos, o bien miedo a aceptar el ejercicio de la responsabilidad y las consecuencias de nuestras decisiones, ante lo cual preferimos hacer lo que socialmente se considera como normal, lo cual nos conduce al sufrimiento y a la insatisfacción permanentes.
Pero además la normosis aunque puede ser caracterizada como miedo al ejercicio de la propia libertad y a nuestra capacidad de autorrealizarnos y de llegar a ser nosotros mismos, incluye además otros tipos de miedo como son el miedo a ser rechazado o marginado por el grupo o por la sociedad, lo cual nos lleva nuevamente a un especial sufrimiento para lo cual abrazamos lo que en nuestro contexto es considerado como aceptable. De esta forma el individuo está continuamente moviéndose en un espacio psíquico caracterizado por el hastío y el tedio, pero también por la insatisfacción y la frustración de no ser lo suficientemente arriesgado y valiente para adoptar aquellas decisiones que lo conducen a ser lo que realmente quiere ser.
La normosis es en definitiva una especie de círculo psicopatológico que se mueve, como indica Pierre Weil, en la dinámica triangular del apego, el miedo y el estrés. Apego como posesividad, dependencia, incapacidad para tomar decisiones libres, subordinación, pero también apego como necesidad de ser necesitado, como deseo de fagocitar y consumir o como parasitismo y sumisión a la autoridad externa que es la que alimenta el mayor o menor grado de autoestima que se posea. El apego entonces provoca miedo, ansiedad, inseguridad o preocupación ante el vacío provocado por la satisfacción del deseo o ante la posibilidad de perder el objeto del mismo, ya se trate de una persona o de una cosa, de una idea o de una creencia. Y acto seguido aparece el sufrimiento psíquico que se presenta en forma de posesividad, exclusividad, ambición, ira, celos, resentimientos, envidias, vanidad, reproches, venganza y las variadas formas de pensamiento negativo, de conductas bipolares o sencillamente de depresión, angustia, ansiedad y estrés, que van acompañadas de tensiones musculares, dolencias corporales y enfermedades físicas de diverso tipo ya sean cardiovasculares o de cualquier otra índole.
Se trata en definitiva, como nos dice Pierre Weil de «…un terrible círculo vicioso, un drama inconsciente por el que permanecemos sumergidos en el pantano de la compulsión-repetición que comienza en el individuo, en cada uno de nosotros, porque nos percibimos separados unos de otros y del principio del universo. Ese ser humano desajustado crea una sociedad también desajustada en el plano de la cultura porque reprime los valores fundamentales, desarrollando otras normosis específicas (…) y esta sociedad desajustada modela y refuerza el desajuste individual…» (Weil, P.; Leloup, J.Y. y Crema, R.; 2003: 82).
«…La normosis se caracteriza por la falta de inversión en el potencial psíquico, ético y noético, representando un estado de estancamiento de la evolución consciente, propiamente humana…». Roberto Crema
La «normosis», en palabras de Pierre Weil puede ser definida como «…el conjunto de normas, conceptos, valores, estereotipos, hábitos de pensar o de actuar, que son aprobados por consenso o por la mayoría de una determinada sociedad y que provocan sufrimiento, dolencia y muerte: algo patogénico y letal, ejecutado sin que sus autores y actores tengan conciencia de su naturaleza patológica.» (WeiL, P.; Leloup, J.Y.; Crema, R,; 2003: 22). Se trata de un tipo especial de neurosis cuya sociogénesis hay que situarla en aquellos principios, valores y normas que se nos ofrecen y presentan como completamente naturales y normales, pero que en realidad no lo son, ya que responden a una determinada cosmovisión y a un determinado modo de producción, como son los que sustentan el paradigma civilizatorio dominante mercantil y patriarcal, cuya expresión caracteriológica se concreta en el modo de tener y el modo de hacer como nos indica Fromm.
Para Pierre Weil, pueden diferenciarse al menos dos tipos de normosis, las normosis generales y las específicas. Las primeras son aquellas que nos pueden llevar a la autodestrucción e incluso al suicidio individual y colectivo. Según Weil, el origen más remoto se encuentra en la cultura del patriarcado que niega e invisibiliza lo femenino, reprimiendo la afectividad y aquellos valores que fundamentan y sostienen la ética del cuidado. No obstante, creemos con Erich Fromm, que las psicosociopatías de la modernidad se alimentan también y sobre todo del paradigma civilizatorio industrial y mercantil, que es al mismo tiempo patriarcal (Fromm, E.; 1964: 71-175).
La normosis de origen patriarcal es la que se produce como consecuencia de la aceptación como natural la irracional creencia de una supuesta superioridad de los hombres frente a las mujeres, creencia incrustada en nuestras sociedades y en nuestras mentes que hace posible la existencia de machismo, sexismo, androcentrismo, misoginia, homofobia o sencillamente desprecio, marginación, infravaloración y naturalización de la discriminación de las mujeres y de lo femenino.
Lo más grave del patriarcado no reside únicamente en el hecho de dar racionalidad y legitimidad a costumbres y tradiciones sexistas fundando así todos los valores y costumbres de un sistema social, sino en haber quedado instalado en nuestras mentes como una forma natural de discurrir y un hábito normal de comportamiento. Es así como aceptamos como natural la invisibilización de las mujeres; su encasillamiento en determinados perfiles y actividades laborales; su marginación de los puestos de responsabilidad y poder; su discriminación en relación a los costosos esfuerzos que tienen que realizar para desarrollar sus carreras profesionales; sus múltiples trabajos de madres, esposas, hijas, amas de casa y profesionales o su situación generalmente subordinada, secundaria y/o dependiente de los hombres. Y esta situación obviamente es patogénica en cuanto que genera racionalizaciones, autoculpabilizaciones, estrés, ansiedad, autodesprecio, miedos de diverso tipo, victimización, mecanismos de defensa y escape, etc., pero también porque producen daño físico y psíquico e incluso la muerte como consecuencia de la mal llamada violencia de género, que es en realidad una violencia machista de los hombres sobre las mujeres.
El patriarcado y en general el dominio masculino es la expresión del desprecio de lo emocional frente a la exclusividad y la sobrevaloración de lo racional, o también el predominio de la conquista y la explotación sobre el cultivo y sobre el cuidado, o de la agresión sobre la ternura, pero también de la competencia sobre la colaboración. La cultura patriarcal es aquella que «…valora la guerra, la competencia, la lucha, las jerarquías, la autoridad, el poder, la procreación, el crecimiento, la apropiación de los recursos y la justificación racional del control y de la dominación de los otros a través de la apropiación de la verdad.» (Maturana, H. y Verden Z., Gerda; 2003: 36).
En una sociedad determinada las mentes de los individuos padecen de normosis en la medida en que los estereotipos, prejuicios, supuestos y dogmas interiorizados de la cultura patriarcal generan, legitiman y reproducen las relaciones de dominio-sumisión y de paternalismo-dependencia, obstaculizando así la posibilidad de establecer vínculos y relaciones solidarias y fraternales. La mente patriarcal es aquella que incapacita a las personas para establecer relaciones maduras e interdependientes basadas en el amor libre e incondicional, haciéndolas en mayor o en menor medida esclavas de dependencias afectivas y de obsesiones compulsivas de carácter sadomasoquista, ya sea mediante la imposición violenta o pacífica, directa o indirecta, de supuestos poderes absolutos divinizados, o mediante la obediencia ciega y el conformismo.
Es a partir de la cultura patriarcal como puede entenderse también la denominada por Roberto Crema la normosis del cientifismo que ignora la vinculación y complejidad de los fenómenos reduciéndolos a dualidades de variables discretas y separando ciencia de conciencia, oscureciendo y/o negando los espacios en donde surgen y se alimentan los valores éticos, espacios que no son otros que los espacios del corazón. (Weil, P.; Leloup, J.Y.; Crema, R,; 2003: 47-52). Es la cultura patriarcal la que ha colonizado nuestras mentes para hacernos creer que debemos rendir eterno culto y devoción a las funciones del pensamiento y la razón, convirtiendo así a la ciencia, la tecnología y el mercado en los nuevos dioses de nuestro tiempo. Pero además, fanatismo, sectarismo, dogmatismo, fascismo, estalinismo y todas las variadas formas de autoritarismo y dependencia en nuestras relaciones sociales, tienen su origen en la mente patriarcal, una mente que se caracteriza por «… el predominio la razón sobre el amor y el sano instinto y por la ruptura del equilibrio entre el amor instintivo, orientado al goce, el amor bondadoso y empático orientado hacia el prójimo y el amor-reverencia, cuya expresión ordinaria es el aprecio y su forma máxima la adoración (…)» (Naranjo, C.; 2009: 81)
La normosis tiene también un origen paradigmático, como nos señala Roberto Crema, paradigmático en cuanto participa de creencias y supuestos científico-técnicos de tipo dualista, mecanicista, reduccionista, especializado y que excluyen la posibilidad de alternativa o de un tercero incluido. Pero también tiene un origen sistémico, porque la normosis aparece cuando el sistema social y el sistema de orientación y de construcción de sentido personal se ajustan a los supuestos, creencias, costumbres patogénicas que son aceptadas como normales. De aquí que la normosis se genere también como consecuencia de las características, modos de funcionamiento, contradicciones y supuestos que fundamentan el insostenible sistema capitalista de producción.
En el análisis del carácter social del sistema capitalista de producción brillantemente realizado por Erich Fromm, se destaca que la principal fuente de la patología de la normalidad en la sociedad contemporánea es la enajenación o actitud y/o conducta mediante la cual el individuo se conduce de un modo automático que le es extraño a sí mismo. Es como si en su interior llevara otra conciencia u otra persona que no le pertenece, comportándose como si estuviera movido por deseos, objetivos, motivos y acciones en los que les son extraños ya que él no ha intervenido en su elaboración, ni tampoco ha decidido, pero que sigue y obedece con adhesión y continuidad aunque incluso sienta en su interior que no forman parte de él. Se trata de un estado de adormecimiento por el cual el individuo cree que es dueño de sus actos cuando en realidad está siguiendo las órdenes y la dirección que le marcan poderes impersonales que sustituyen su conciencia y que se manifiestan en forma de impulsos que no puede controlar, obstaculizando y/o secuestrando no sólo su singular poder creador y de vinculación con la naturaleza y la sociedad, sino sobre todo la emergencia y el desarrollo de su conciencia, dado que ésta o bien permanece aletargada y ausente, o sencillamente dormida.
Dicho en palabras de Fromm, la enajenación es «…un modo de experiencia en que la persona se siente a sí misma como un extraño. Podría decirse que ha sido enajenado de sí mismo. No se siente a sí mismo como centro de su mundo, como creador de sus propios actos, sino que sus actos y las consecuencias de ellos se han convertido en amos suyos, a los cuales obedece y a los cuales quizás hasta adora. La persona enajenada no tiene contacto consigo misma, lo mismo que no lo tiene con ninguna otra persona. Él, como todos los demás, se siente como se sienten las cosas, con los sentidos y con el sentido común, pero al mismo tiempo sin relacionarse productivamente consigo mismo y con el mundo exterior (…) No se puede apreciar plenamente la naturaleza de la enajenación sin tener en cuenta un aspecto específico de la vida moderna: su rutinización, y la represión de la percepción de los problemas básicos de la existencia humana. Tocamos aquí un problema universal de la vida…» (Fromm, E.; 1964: 105 y 123)
Un mismo patrón, múltiples normosis
La normosis bien entendida es pues un estado de enajenación e inconsciencia mediante el cual los individuos obedecen a autoridades anónimas impersonales negándoles así la posibilidad de ser ellos mismos y de co-crear posibilidades de pensamiento y acción. Posibilidades que sean capaces de romper los moldes de un pensamiento único castrador e insostenible que se nutre dogmas y axiomas incuestionables que conducen a la destrucción de la vida en el planeta y con ella a nuestra propia muerte como especie humana. Y es a partir de aquí como podemos entender también, las variadas normosis específicas de las que magistralmente nos informan en sus obras Pierre Weil, Erich Fromm y Gilles Lipovestky y que a nuestro juicio son entre otras:
1. Normosis patriarcal. La que reprime o niega los valores y la visibilidad de lo femenino. La que desactiva y anula el poder creador de los afectos, la ternura, el amor y la compasión. La que dicotomiza y separa mente/cuerpo, razón/emoción, justicia/compasión, objeto/sujeto, etc. impidiéndonos la percepción de que somos seres complejos y de contexto y por tanto irremisiblemente abocados a superar esa original separatividad de la que nos habla Fromm mediante la vinculación con nuestros semejantes.
2. Normosis consumista. La que ha convertido nuestro planeta en un estercolero y al ser humano en un esclavo permanentemente frustrado, de forma que cuanto más consume, más se esclaviza identificando así alegría con felicidad, bienestar material con vitalidad y capacidad de elegir, comprar y consumir mercancías con libertad.
3. Normosis rutinaria. La que nos obliga a actuar con patrones estereotipados, incuestionables y dogmáticos en nombre de supuestas tradiciones y costumbres de validez universal o bajo el principio de que “siempre ha sido así” y que nada puede hacerse para transformar el mundo, nuestras instituciones y cambiarnos a nosotros mismos. La que propicia hábitos, conductas automáticas, costumbres y culturas organizativas que producen y reproducen injusticias, discriminaciones, privilegios rindiendo culto a ídolos, ya sean líderes supuestamente carismáticos, normas consuetudinarias que se aceptan sin ser cuestionadas y contrastadas por el pensamiento crítico o estilos y formas de vida dadas e impuestas, manifiesta o de forma oculta por el mercado y la industria de la conciencia.
4. Normosis burocrática. La que privilegia e impone las relaciones de mando/obediencia y subordinación/sumisión estableciendo separaciones, jerarquías, normas impersonales y mandatos imperativos e impidiendo el desarrollo de culturas de cooperación, diálogo y participación. La que instaura el reino de las separaciones entre medios/fines, pensantes/ejecutantes; dirigentes/dirigidos; jefes/subordinados y propiciando la especialización, el mecanicismo, el gerencialismo y la rutina.
5. Normosis democrática. La que confunde y mixtifica representación y participación, derechos formales y derechos sociales, capacidad de elegir con necesidad de compartir. La que promueve y asume como natural la cultura del cinismo que acepta la mentira, el doble lenguaje, la corrupción, el clientelismo, el culto a la personalidad, la eternización en los cargos, las luchas intestinas, como características normales de las instituciones llamadas democráticas. La que ignora que la democracia es más un asunto de derechos humanos, valores, actitudes y de ética, que una cuestión de mera representación escénica o de mercantil compra/venta de voluntades.
6. Normosis mercantil. La que todo lo reduce a mercancía confundiendo siempre valor de uso con el valor de cambio. La que objetualiza a los seres humanos convirtiéndolos en un producto más del mercado. La que nos lleva a aceptar como natural el drama y el escándalo del hambre, la pobreza, el desempleo, la precariedad, el afán de lucro, la acumulación infinita de beneficios, la especulación, el robo y todas las variadas formas de explotación y de ganancia.
7. Normosis bélica. La que acepta como natural la cultura de la guerra, de la carrera de armamentos, del negocio de las armas, de la violencia y de la agresión en todas sus formas. La que nos incapacita para la resolución pacífica de conflictos, la reconciliación, la convivencia, la tolerancia y la paz. La que promueve, provoca y estimula las emociones destructivas, el odio al diferente, la ira, la ambición y el saqueo.
8. Normosis espiritualista. La que promueve comportamientos de aislamiento, abstracción y separación de la realidad haciéndonos caer en el intimismo, el contemplacionismo o en el refugio interior olvidando que el desarrollo de la conciencia no es un asunto exclusivo del ser interno, sino del ser en relación con la naturaleza y con nuestros semejantes. Las que estimulan una y mil formas comerciales de huida, evasión, bienestar psíquico rindiendo culto a gurús, sacerdotes religiosos o laicos o supuestas verdades que nos apartan del compromiso, la generosidad, la solidaridad y la compasión con y para los demás. Las que separan la conciencia del ser y/o la conciencia espiritual de la conciencia del vivir y el convivir, de la conciencia social y política, de la conciencia crítica y autocrítica. La que directa o indirectamente promueve la fragmentación del ser, la obediencia ciega, la sumisión, el culto irracional y la adoración a creencias y/o supuestas verdades reveladas incuestionables. La que impide el ecumenismo, la transreligiosidad y la percepción de que somos seres complejos antropobiocósmicos interligados y sutilmente conectados y partícipes de una realidad que nos transciende y sostiene. La que nos dificulta en suma desarrollar una espiritualidad integral de todas las dimensiones de nuestra condición humana, siendo al mismo tiempo coherente y auténtica.
Sin embargo la «normosis», no sólo puede describirse como un comportamiento enajenado y/o psicopatológico que se nos presenta consensuado y normalizado socialmente. La normosis, como nos señala Jean-Yves Leloup, es también un sufrimiento interno provocado por el miedo y el temor a llegar a ser nosotros mismos en cuanto que nos resulta mucho más protector, cómodo y seguro asumir los criterios y categorías generales que son aceptadas como normales por toda la sociedad. Es el miedo a ser realmente libres, del que ya nos hablara Erich Fromm en su «Miedo a la libertad», miedo que o bien nos lleva a subordinarnos a un pastor, a un maestro o a un líder y por tanto a ser esclavos, o bien miedo a aceptar el ejercicio de la responsabilidad y las consecuencias de nuestras decisiones, ante lo cual preferimos hacer lo que socialmente se considera como normal, lo cual nos conduce al sufrimiento y a la insatisfacción permanentes.
Pero además la normosis aunque puede ser caracterizada como miedo al ejercicio de la propia libertad y a nuestra capacidad de autorrealizarnos y de llegar a ser nosotros mismos, incluye además otros tipos de miedo como son el miedo a ser rechazado o marginado por el grupo o por la sociedad, lo cual nos lleva nuevamente a un especial sufrimiento para lo cual abrazamos lo que en nuestro contexto es considerado como aceptable. De esta forma el individuo está continuamente moviéndose en un espacio psíquico caracterizado por el hastío y el tedio, pero también por la insatisfacción y la frustración de no ser lo suficientemente arriesgado y valiente para adoptar aquellas decisiones que lo conducen a ser lo que realmente quiere ser.
La normosis es en definitiva una especie de círculo psicopatológico que se mueve, como indica Pierre Weil, en la dinámica triangular del apego, el miedo y el estrés. Apego como posesividad, dependencia, incapacidad para tomar decisiones libres, subordinación, pero también apego como necesidad de ser necesitado, como deseo de fagocitar y consumir o como parasitismo y sumisión a la autoridad externa que es la que alimenta el mayor o menor grado de autoestima que se posea. El apego entonces provoca miedo, ansiedad, inseguridad o preocupación ante el vacío provocado por la satisfacción del deseo o ante la posibilidad de perder el objeto del mismo, ya se trate de una persona o de una cosa, de una idea o de una creencia. Y acto seguido aparece el sufrimiento psíquico que se presenta en forma de posesividad, exclusividad, ambición, ira, celos, resentimientos, envidias, vanidad, reproches, venganza y las variadas formas de pensamiento negativo, de conductas bipolares o sencillamente de depresión, angustia, ansiedad y estrés, que van acompañadas de tensiones musculares, dolencias corporales y enfermedades físicas de diverso tipo ya sean cardiovasculares o de cualquier otra índole.
Se trata en definitiva, como nos dice Pierre Weil de «…un terrible círculo vicioso, un drama inconsciente por el que permanecemos sumergidos en el pantano de la compulsión-repetición que comienza en el individuo, en cada uno de nosotros, porque nos percibimos separados unos de otros y del principio del universo. Ese ser humano desajustado crea una sociedad también desajustada en el plano de la cultura porque reprime los valores fundamentales, desarrollando otras normosis específicas (…) y esta sociedad desajustada modela y refuerza el desajuste individual…» (Weil, P.; Leloup, J.Y. y Crema, R.; 2003: 82).
Fuente: forjaeco.com.mx.
Desorientación y vacío existencial
«…La frustración existencial es un sentimiento de falta de sentido de la propia existencia. El hombre actual no sufre tanto bajo el sentimiento de que tiene menos valor que otros, sino más bien bajo el sentimiento de que su existencia no tiene sentido. Esta frustración existencial es patógena, es decir, puede ser causa de enfermedades psíquicas, con la misma frecuencia al menos que la tantas veces denostada frustración sexual…». Víctor Frankl
Según Erich Fromm, el problema de la salud mental y de las sociedades mentalmente sanas está estrechamente relacionado con el grado y la calidad de satisfacción de aquellas necesidades humanas que están más allá de lo estrictamente fisiológico, impulsivo o libidinoso. Para Fromm lo que realmente genera el estado patogénico de las sociedades de nuestro tiempo no procede exclusivamente de las condiciones materiales de existencia y de relación de los seres humanos con el mundo, sino también de aquellas estructuras de orientación y sentido que los seres humanos asumen y utilizan para afrontar su existencia como tales. (Fromm, E.; 1964: 30-61).
Además de las necesidades de vinculación y afecto, creatividad y expresión, sentimiento de arraigo y pertenencia a la comunidad, singularidad e identidad individual, existe una necesidad que con frecuencia nos pasa desapercibida dada la preminencia del paradigma científico-técnico y de la racionalidad instrumental. Nos estamos refiriendo a la necesidad que cada ser humano tiene en particular, de encontrar y asumir un sentido de su propia existencia, o un sistema de creencias que lo oriente y vincule con el mundo de tal suerte que lo proteja del aislamiento, el egocentrismo, la pasividad, el desarraigo, la irracionalidad, la destructividad y la necrofilia. Un sistema de orientación que independientemente del contenido o la forma que adopte “…contenga no sólo elementos intelectuales, sino también elementos sensoriales y sentimentales, que se manifiestan en la relación con un objeto de devoción o vinculación afectiva” (Fromm, E.; 1964: 61) sistema, que creemos puede encontrarse, tanto a partir de la reflexión en la acción por la mejora de nuestras condiciones materiales de existencia, como en el análisis de las grandes tradiciones éticas y espirituales de la humanidad.
Lo queramos o no, un ser humano es siempre algo más que una pura entidad biopsicosocial reductible a datos bioquímicos y/o estadísticos. Los seres humanos, no somos únicamente seres biológicos, racionales, de afectos y de impulsos, sino que somos todavía algo más. Somos seres imaginativos, creativos, productores de sentido, significados y símbolos, capaces de hacernos preguntas que van más allá de lo estrictamente físico, racional o sentimental. ¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué somos capaces de seguir adelante a pesar de sentirnos cansados y deprimidos? ¿Cuál es el sentido de nuestra vida? ¿Qué hace que mi vida valga la pena ser vivida? Preguntas que ponen de manifiesto que somos seres capaces de comprensión y compasión, de ternura y amor, de apertura y visión, de transcendencia y de reverencia, seres en suma espirituales capaces de sueño, de utopía y de esperanza.
Estamos pues ante una crisis del ser porque lo que consideramos cotidianamente como normal tiene efectos patológicos en nuestra salud mental, pero crisis del ser también porque estamos sumidos en una profunda desorientación que nos impide afrontar con coherencia el reto de vivir con autenticidad. Y es que los seres humanos, además de comportarnos motivados por impulsos y deseos dirigidos por el principio del placer, así como por razones morales ligadas a la cultura o a la tradición, también lo hacemos a partir de «La búsqueda del sentido de la vida, sentido que es único y específico en cuanto que es uno mismo y uno sólo quien tiene que encontrarlo; únicamente así logra alcanzar el hombre un significado que satisfaga su propia voluntad de sentido…» (Frankl, V.; 1998: 121).
Nuestra crisis del ser es pues también una crisis de desorientación y de «vacío existencial» porque una gran parte de la humanidad sufre de angustia, de miedo y zozobra, de ansiedad y tristeza, no sólo porque carezca de bienes materiales, sino porque es deficitaria de algo esencial para la supervivencia y la sustentabilidad de la vida humana: el sentido de la propia vida. Y este efecto-causa explica, como muy acertadamente han analizado V. Frankl, E. Froom, G. Lipovetsky o P. Bruckner la emergencia de psicopatologías sociales e individuales vinculadas a estados depresivos, de pánico, ansiedad, angustia, miedo, victimismo e infantilismo.
Al decir «vacío existencial» nos estamos refiriendo a una suerte de neurosis o de malestar psíquico que se manifiesta continuamente por una especie de aburrimiento, hastío, tedio e insatisfacción generalizadas que lleva a los individuos o bien a ser incapaces de convivir y entenderse a sí mismos, o a desarrollar numerosas y compulsivas actividades con objeto de evitar la soledad y el miedo que le produce su propia existencia personal. En gran medida se trata de lo que Frankl ha descrito como «neurosis noógena» que es aquella cuya etiología hay que situarla en los conflictos de tipo espiritual, de búsqueda de sentido de la vida y que viene generalmente acompañada de esa sensación de vacío y hastío que se compensa con la búsqueda de placer, de poder o de propiedades, o con el consumo y la actividad frenéticas. (Frankl, V.; 1998: 129-132).
Las psicosociopatías de la postmodernidad
El clima social de desorientación, incerticumbre e inseguridad en el que aparecen el miedo, la desesperanza, el vacío y la frustración existencial, es el que acaba originando las denominadas psicosociopatías de la postmodernidad. Estrés, depresiones, conductas neuróticas (angustias, obsesiones, fobias, manías...), acosos y violencias de todo tipo (laborales, escolares, familiares, sexuales, virtuales…), personalidades escindidas y maniáticas cuyo funcionamiento psicológico está dominado por repetidas fases de entusiasmo desmedido y depresión extremas, así como adicciones y variados tipos de toxicomanías, sin olvidar la impermanencia, volatilidad y superficialidad de nuestras relaciones sociales de la que nos da cuenta Zygmunt Bauman.
Son estas psicosociopatías las que están haciendo de nuestro idílico paraíso del bienestar y consumo, un auténtico pozo negro de infelicidad y tristeza. Y si a todo esto añadimos la desmoralización, tanto en su acepción de falta de coraje, valor y vitalidad para afrontar retos y hacer frente a los problemas colectivos, como en su significado de ausencia de normas, de laissez-faire, de permisividad sin fijar con nitidez los límites de lo tolerable, resulta evidente, que necesitamos apremiantemente no sólo un cambio de paradigma civilizatorio, sino sobre todo una transformación de nuestros paradigmas de vida y de nuestras conciencias.
La desorientación de nuestro tiempo es también una desorientación axiológica, y de alguna manera una crisis moral en la que los grandes valores que movilizaron a generaciones enteras (verdad, libertad, justicia, racionalidad, etc…) han sido trastocados por un profundo desencanto ante el irresistible ascenso del pensamiento débil y fragmentario. Un pensamiento que disuelve al sujeto, no dejando espacio para la posibilidad racional de establecer un criterio universal de justicia y de verdad. Al desaparecer los modelos fuertes de comprensión y significación, no sólo aparece un sujeto débil y desesperanzado que abraza la inevitabilidad de un destino que una minoría social privilegiada y dominante ha programado para él, sino que además se olvida a los demás y el sufrimiento de los que siempre fueron vencidos por la historia.
Con estos fundamentos, el concepto de vida como arte, pierde todo su sentido porque se convierte en un frenético acto de persecución, posesión y consumo de motivos que enajenan el desarrollo humano. Es el triunfo de las actitudes hedonistas que centran su objetivo fundamental en el goce, el disfrute y la obtención de la mayor cantidad posible de placer y comodidad y consecuentemente obstaculizan en los seres humanos la capacidad de mediatizar los fines, de calcular los bienes, de tolerar las frustraciones y en definitiva conducen a imposibilitar la adquisición de habilidades para enfrentarse a la vida.
Padecemos una crisis generalizada de desorientación, ante la que necesitamos dotarnos de argumentos éticos y racionales convincentes para poder aceptar una norma como válida, ya que normas legalmente constituidas y amparadas, o socialmente reconocidas y consensuadas no están muchas veces justificadas ni racional ni éticamente. Si nuestra existencia feliz de habitantes del primer mundo la adquirimos al precio de olvidar los sufrimientos y las víctimas de los que nos precedieron y de los que en la actualidad padecen las consecuencias de un modelo de civilización que excluye a más de las tres cuartas partes de la humanidad, no podremos avistar un futuro sin barbarie sino somos capaces de construir y desarrollar una ética de la compasión, del cuidado y de la solidaridad.
De todo esto podemos concluir con Victor Frankl que el proyecto de felicidad, como proyecto-proceso humano, singular y colectivo, necesariamente tiene que ir fundado en la construcción de sentido y en la generación de significados a todos nuestros actos y decisiones, ya que de lo contrario nuestro ser personal, desestructurado y perdido, estaría permanentemente sometido al sufrimiento que procede de nuestro aburrimiento existencial y nuestro miedo a asumir nuestra íntima y original condición de llegar a ser nosotros mismos. No podemos pues resolver y superar la crisis del ser si no somos capaces de encontrar sentido a nuestras acciones, a nuestras ideas y creencias y también a nuestros dolores y sufrimientos, de aquí la capital importancia que tiene a efectos educativos el desarrollo de la conciencia, ese «aprender a ser» del Informe Delors, para así poder llegar a ser plenamente humanos.
«…La frustración existencial es un sentimiento de falta de sentido de la propia existencia. El hombre actual no sufre tanto bajo el sentimiento de que tiene menos valor que otros, sino más bien bajo el sentimiento de que su existencia no tiene sentido. Esta frustración existencial es patógena, es decir, puede ser causa de enfermedades psíquicas, con la misma frecuencia al menos que la tantas veces denostada frustración sexual…». Víctor Frankl
Según Erich Fromm, el problema de la salud mental y de las sociedades mentalmente sanas está estrechamente relacionado con el grado y la calidad de satisfacción de aquellas necesidades humanas que están más allá de lo estrictamente fisiológico, impulsivo o libidinoso. Para Fromm lo que realmente genera el estado patogénico de las sociedades de nuestro tiempo no procede exclusivamente de las condiciones materiales de existencia y de relación de los seres humanos con el mundo, sino también de aquellas estructuras de orientación y sentido que los seres humanos asumen y utilizan para afrontar su existencia como tales. (Fromm, E.; 1964: 30-61).
Además de las necesidades de vinculación y afecto, creatividad y expresión, sentimiento de arraigo y pertenencia a la comunidad, singularidad e identidad individual, existe una necesidad que con frecuencia nos pasa desapercibida dada la preminencia del paradigma científico-técnico y de la racionalidad instrumental. Nos estamos refiriendo a la necesidad que cada ser humano tiene en particular, de encontrar y asumir un sentido de su propia existencia, o un sistema de creencias que lo oriente y vincule con el mundo de tal suerte que lo proteja del aislamiento, el egocentrismo, la pasividad, el desarraigo, la irracionalidad, la destructividad y la necrofilia. Un sistema de orientación que independientemente del contenido o la forma que adopte “…contenga no sólo elementos intelectuales, sino también elementos sensoriales y sentimentales, que se manifiestan en la relación con un objeto de devoción o vinculación afectiva” (Fromm, E.; 1964: 61) sistema, que creemos puede encontrarse, tanto a partir de la reflexión en la acción por la mejora de nuestras condiciones materiales de existencia, como en el análisis de las grandes tradiciones éticas y espirituales de la humanidad.
Lo queramos o no, un ser humano es siempre algo más que una pura entidad biopsicosocial reductible a datos bioquímicos y/o estadísticos. Los seres humanos, no somos únicamente seres biológicos, racionales, de afectos y de impulsos, sino que somos todavía algo más. Somos seres imaginativos, creativos, productores de sentido, significados y símbolos, capaces de hacernos preguntas que van más allá de lo estrictamente físico, racional o sentimental. ¿De dónde venimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Por qué somos capaces de seguir adelante a pesar de sentirnos cansados y deprimidos? ¿Cuál es el sentido de nuestra vida? ¿Qué hace que mi vida valga la pena ser vivida? Preguntas que ponen de manifiesto que somos seres capaces de comprensión y compasión, de ternura y amor, de apertura y visión, de transcendencia y de reverencia, seres en suma espirituales capaces de sueño, de utopía y de esperanza.
Estamos pues ante una crisis del ser porque lo que consideramos cotidianamente como normal tiene efectos patológicos en nuestra salud mental, pero crisis del ser también porque estamos sumidos en una profunda desorientación que nos impide afrontar con coherencia el reto de vivir con autenticidad. Y es que los seres humanos, además de comportarnos motivados por impulsos y deseos dirigidos por el principio del placer, así como por razones morales ligadas a la cultura o a la tradición, también lo hacemos a partir de «La búsqueda del sentido de la vida, sentido que es único y específico en cuanto que es uno mismo y uno sólo quien tiene que encontrarlo; únicamente así logra alcanzar el hombre un significado que satisfaga su propia voluntad de sentido…» (Frankl, V.; 1998: 121).
Nuestra crisis del ser es pues también una crisis de desorientación y de «vacío existencial» porque una gran parte de la humanidad sufre de angustia, de miedo y zozobra, de ansiedad y tristeza, no sólo porque carezca de bienes materiales, sino porque es deficitaria de algo esencial para la supervivencia y la sustentabilidad de la vida humana: el sentido de la propia vida. Y este efecto-causa explica, como muy acertadamente han analizado V. Frankl, E. Froom, G. Lipovetsky o P. Bruckner la emergencia de psicopatologías sociales e individuales vinculadas a estados depresivos, de pánico, ansiedad, angustia, miedo, victimismo e infantilismo.
Al decir «vacío existencial» nos estamos refiriendo a una suerte de neurosis o de malestar psíquico que se manifiesta continuamente por una especie de aburrimiento, hastío, tedio e insatisfacción generalizadas que lleva a los individuos o bien a ser incapaces de convivir y entenderse a sí mismos, o a desarrollar numerosas y compulsivas actividades con objeto de evitar la soledad y el miedo que le produce su propia existencia personal. En gran medida se trata de lo que Frankl ha descrito como «neurosis noógena» que es aquella cuya etiología hay que situarla en los conflictos de tipo espiritual, de búsqueda de sentido de la vida y que viene generalmente acompañada de esa sensación de vacío y hastío que se compensa con la búsqueda de placer, de poder o de propiedades, o con el consumo y la actividad frenéticas. (Frankl, V.; 1998: 129-132).
Las psicosociopatías de la postmodernidad
El clima social de desorientación, incerticumbre e inseguridad en el que aparecen el miedo, la desesperanza, el vacío y la frustración existencial, es el que acaba originando las denominadas psicosociopatías de la postmodernidad. Estrés, depresiones, conductas neuróticas (angustias, obsesiones, fobias, manías...), acosos y violencias de todo tipo (laborales, escolares, familiares, sexuales, virtuales…), personalidades escindidas y maniáticas cuyo funcionamiento psicológico está dominado por repetidas fases de entusiasmo desmedido y depresión extremas, así como adicciones y variados tipos de toxicomanías, sin olvidar la impermanencia, volatilidad y superficialidad de nuestras relaciones sociales de la que nos da cuenta Zygmunt Bauman.
Son estas psicosociopatías las que están haciendo de nuestro idílico paraíso del bienestar y consumo, un auténtico pozo negro de infelicidad y tristeza. Y si a todo esto añadimos la desmoralización, tanto en su acepción de falta de coraje, valor y vitalidad para afrontar retos y hacer frente a los problemas colectivos, como en su significado de ausencia de normas, de laissez-faire, de permisividad sin fijar con nitidez los límites de lo tolerable, resulta evidente, que necesitamos apremiantemente no sólo un cambio de paradigma civilizatorio, sino sobre todo una transformación de nuestros paradigmas de vida y de nuestras conciencias.
La desorientación de nuestro tiempo es también una desorientación axiológica, y de alguna manera una crisis moral en la que los grandes valores que movilizaron a generaciones enteras (verdad, libertad, justicia, racionalidad, etc…) han sido trastocados por un profundo desencanto ante el irresistible ascenso del pensamiento débil y fragmentario. Un pensamiento que disuelve al sujeto, no dejando espacio para la posibilidad racional de establecer un criterio universal de justicia y de verdad. Al desaparecer los modelos fuertes de comprensión y significación, no sólo aparece un sujeto débil y desesperanzado que abraza la inevitabilidad de un destino que una minoría social privilegiada y dominante ha programado para él, sino que además se olvida a los demás y el sufrimiento de los que siempre fueron vencidos por la historia.
Con estos fundamentos, el concepto de vida como arte, pierde todo su sentido porque se convierte en un frenético acto de persecución, posesión y consumo de motivos que enajenan el desarrollo humano. Es el triunfo de las actitudes hedonistas que centran su objetivo fundamental en el goce, el disfrute y la obtención de la mayor cantidad posible de placer y comodidad y consecuentemente obstaculizan en los seres humanos la capacidad de mediatizar los fines, de calcular los bienes, de tolerar las frustraciones y en definitiva conducen a imposibilitar la adquisición de habilidades para enfrentarse a la vida.
Padecemos una crisis generalizada de desorientación, ante la que necesitamos dotarnos de argumentos éticos y racionales convincentes para poder aceptar una norma como válida, ya que normas legalmente constituidas y amparadas, o socialmente reconocidas y consensuadas no están muchas veces justificadas ni racional ni éticamente. Si nuestra existencia feliz de habitantes del primer mundo la adquirimos al precio de olvidar los sufrimientos y las víctimas de los que nos precedieron y de los que en la actualidad padecen las consecuencias de un modelo de civilización que excluye a más de las tres cuartas partes de la humanidad, no podremos avistar un futuro sin barbarie sino somos capaces de construir y desarrollar una ética de la compasión, del cuidado y de la solidaridad.
De todo esto podemos concluir con Victor Frankl que el proyecto de felicidad, como proyecto-proceso humano, singular y colectivo, necesariamente tiene que ir fundado en la construcción de sentido y en la generación de significados a todos nuestros actos y decisiones, ya que de lo contrario nuestro ser personal, desestructurado y perdido, estaría permanentemente sometido al sufrimiento que procede de nuestro aburrimiento existencial y nuestro miedo a asumir nuestra íntima y original condición de llegar a ser nosotros mismos. No podemos pues resolver y superar la crisis del ser si no somos capaces de encontrar sentido a nuestras acciones, a nuestras ideas y creencias y también a nuestros dolores y sufrimientos, de aquí la capital importancia que tiene a efectos educativos el desarrollo de la conciencia, ese «aprender a ser» del Informe Delors, para así poder llegar a ser plenamente humanos.
Fuente: taringa.net.
El conformismo como actitud de aceptación que
denota miedo
«… ¿Por qué se inclina tanto el hombre a obedecer y por qué le es tan difícil desobedecer? Mientras obedezco al poder del Estado, de la Iglesia o de la opiniónn publica, me siento seguro y protegido. En verdad, poco importa cuál es el poder al que obedezco. Es siempre una institución, u hombres, que utilizan de una u otra manera la fuerza y que pretenden fraudulentamente poseer la omnisciencia y la omnipotencia (…) Para desobedecer debemos tener el coraje de estar solos, errar y pecar. Pero el coraje no basta. La capacidad de coraje depende del estado de desarrollo de una persona. Solo si una persona ha emergido del regazo materno y de los mandatos de su padre, solo si ha emergido como individuo plenamente desarrollado y ha adquirido así la capacidad de pensar y sentir por sí mismo, puede tener el coraje de decir “no” al poder, de desobedecer…». Erich Fromm
La crisis del ser además de una crisis que se expresa en conductas normóticas y de desorientación o ausencia de sentido, también se expresa en comportamientos de indolencia, sumisión, obediencia, conformidad y pasividad. En la creencia de que los individuos se sienten efectivamente libres para elegir, consumir, trabajar, opinar, votar, etc, dicha libertad es pura ilusión, porque de una parte viene configurada por las exigencias del paradigma civilizatorio al que pertenece, pero también por la existencia de poderes ocultos, enmascarados, anónimos e impersonales que lo inducen al individuo, o bien a abstenerse y dimitir de su poder de creación y afirmación como sujeto, o sencillamente a conformarse con lo dado.
Dice Fromm, que el siglo XX ha sido la era de las burocracias económicas, políticas y sindicales y que toda burocracia, independientemente del tipo que sea, por su propia naturaleza jerárquica, especializada, administrativa, verticalista y exigente de subordinación, al inspirarse exclusivamente principios de eficacia y rendimiento, somete a los individuos a la condición de mera cosa, de meros objetos cuya función única es el asentimiento, la obediencia, la disciplina o la adaptación, ya sea ésta de forma directa y estática o de forma indirecta, flexible y dinámica.
Sin embargo el conformismo como actitud de sometimiento, subordinación, pasividad y obediencia, no procede exclusivamente de la cosificación del ser humano en la estructura burocrática y de la enajenación del individuo en sus funciones repetitivas y automatizadas, sino más bien de un singular sentimiento de miedo e inseguridad que lo incapacita para la afirmación del propio ser, negando sus capacidades de producción creativa y absteniéndose, o dimitiendo del compromiso en la acción a partir de convicciones y principios de conciencia. El individuo de nuestros días, en la creencia de que se siente libre porque elige mercancías, establece relaciones o se guía por sus impulsos, lo que en realidad hace es obedecer a poderes impersonales que actúan solapada y seductoramente en todas las interacciones que lleva a cabo. El ser humano moderno, es pues súbdito del poder de los mercados, de las tendencias consideradas como socialmente aceptables o de las corrientes de opinión dominantes que la industria de la conciencia se encarga de suministrar. El conformismo, como muy bien nos ha enseñado Erich Fromm, se fundamenta y establece a partir una triple confusión, la existente entre opiniones y convicciones, entre euforia y felicidad y entre ser y tener.
Desde otra perspectiva, el conformismo como actitud que expresa la crisis del ser e impide el desarrollo de los poderes de creación y autorrealización humana, consiste también en aceptar sin más el actual (des)orden social establecido y el supuesto orden interior que se deriva del mismo. Se trata de una actitud de pesimismo existencial que lleva a considerar la inutilidad de cualquier esfuerzo por rebelarse ante lo dado, pero también una actitud de indolencia y pereza personal procedente de una falta de fe en las propias capacidades para cambiar y mejorar el mundo externo y el mundo interno.
El conformismo, entre la necesidad de aprobación, el deseo de rebelarse y la negación de la interdependencia
El conformismo actual, paradójicamente, se manifiesta en cada individuo como una permanente obsesión por considerarse diferente y original, al mismo tiempo que por un sentimiento de inferioridad y/o insatisfacción al descubrirse corriente y semejante al resto de los mortales. Y con esta paradójica sensación, los seres humanos de nuestro tiempo son presa de racionalizaciones y autojustificaciones continuas en las que oscila continuamente entre dos polos que son los que terminan por originar comportamientos bipolares y esquizoides:
. La necesidad de aprobación por parte de otros junto al desprecio de los demás. El otorgamiento de valor a otros como legitimación de mi propio valor, situando en el exterior las fuentes de la autoestima y la propia dignidad, al mismo tiempo que la desconsideración y la supresión del valor a otros por apreciarse como más valioso que los demás. Una oscilación, como diría Fromm, entre impulsos sádicos que imponen el supuesto valor personal sobre los demás mediante conductas de dominio, y sobreprotección, e impulsos masoquistas orientados a la subordinación, la obediencia, la conformidad y la aceptación de lo dado como inevitable ante lo que nada puede hacerse. (FROMM, E.; 1992: 122-124)
. El deseo de rebelarse, de protestar de reivindicar e incluso de organizarse para ello y la angustia de sentirse minoría, de sentirse ridículo, marginado y despreciado. La falta en suma de una equilibrada autoestima que proceda del interior y de las propias convicciones y de un sano pensamiento asertivo capaz de hacer frente a las exigencias de la propia dignidad personal. Aquí se trata también de conductas que oscilan entre el acercamiento y el alejamiento a los demás, entre la necesidad de no sentirse solo y aislado y el impulso egocéntrico de no asumir responsabilidades por sentirse despreciado o víctima.
. El expreso interés de autosuficiencia y autonomía, negando el hecho de que somos seres interdependientes. El deseo de valerse por sí mismo y no necesitar ni depender de nadie y al mismo tiempo, la angustia y temor originados como consecuencia de no ser necesitados por nadie, de sentirse solos e ignorados.
. El esfuerzo reiterado por autoafirmarse y diferenciarse de los demás, de poner el mayor énfasis en lo que tenemos de original, seguido de la demanda de aceptación por parte de otros queriendo ser diferente y aceptado, sin asumir ningún costo, riesgo o conflicto.
El aprendizaje del conformismo y de las relaciones sociales simbióticas, parasitarias o dependientes (sadomasoquistas) aparece y se desarrolla en edades muy tempranas, cuando desde la infancia se aprende en la familia y en la escuela a reprimir los sentimientos y el potencial creativo singular que cada ser humano lleva dentro. Algo por cierto, que curiosamente coincide con las investigaciones etnográficas más relevantes de los contextos escolares en los que efectivamente se aprende a obedecer, a someterse, a disciplinarse y a mediatizar infinitamente los deseos (Jackson, Ph. W; 1991).
Pero además de las instituciones escolares que querámoslo o no, reproducen y producen ideología conformista mixtificada, en estado puro o subrepticiamente mediante el «curriculum oculto» (Torres santotomé, J.; 1991) el papel fundamental en nuestro tiempo lo juegan las denominadas industrias de la conciencia, entre las que se encuentran las agencias de información, los grandes consorcios empresariales y financieros, las empresas de publicidad, los medios de comunicación de masas, así como las organizaciones e instituciones políticas y religiosas. Estas industrias, son las encargadas hacernos creer la ilusión de que somos realmente libres, cuando en realidad estamos sometidos a sus consignas y dictados que por lo general se presentan bajo el manto de una autoridad anónima, que al no ser identificada, nos inducen a interiorizar y asumir un supuesto sentido común consensuado y compartido que no es otra cosa que pensamiento único dogmático, acrítico, reproductor y legitimador del (des)orden social establecido, al mismo tiempo que promotor de visiones acerca de la imposibilidad o inviabilidad de transformarlo.
Vivimos en sociedades tecnocéntricas, mediáticas e informatizadas de profundo carácter conformista en las que se nos ha convencido de que el aumento de la producción de bienes materiales, necesariamente genera bienestar y empleo; de que el aumento del Producto Interior Bruto o de la renta per cápita, necesariamente se traduce en desarrollo económico; que la expansión hasta el infinito de la tecnología produce indefectiblemente bienestar o que el consumo incesante genera necesariamente desarrollo. Falacias del pensamiento único, que además de legitimar e incrementar el estado de desigualdad y destructividad existente en nuestro planeta produce en los individuos ese estado de «felicidad paradójica» en el que individualismo y hedonismo sin límites se combinan con intensos sentimientos de vacío, soledad, frustración y desamparo (Lipovetsky, G.; 2007). Por ello en la creencia de que vivimos en sociedades del bienestar, algo que la actual crisis económica ha desmentido brutalmente, en realidad nuestro destino nunca antes ha sido más incierto e inseguro, pero al mismo tiempo, nunca antes ha sido más abierto, porque también estamos comenzando a darnos cuenta que el problema de la existencia humana, no es tanto de bienestar como de bienser.
«… ¿Por qué se inclina tanto el hombre a obedecer y por qué le es tan difícil desobedecer? Mientras obedezco al poder del Estado, de la Iglesia o de la opiniónn publica, me siento seguro y protegido. En verdad, poco importa cuál es el poder al que obedezco. Es siempre una institución, u hombres, que utilizan de una u otra manera la fuerza y que pretenden fraudulentamente poseer la omnisciencia y la omnipotencia (…) Para desobedecer debemos tener el coraje de estar solos, errar y pecar. Pero el coraje no basta. La capacidad de coraje depende del estado de desarrollo de una persona. Solo si una persona ha emergido del regazo materno y de los mandatos de su padre, solo si ha emergido como individuo plenamente desarrollado y ha adquirido así la capacidad de pensar y sentir por sí mismo, puede tener el coraje de decir “no” al poder, de desobedecer…». Erich Fromm
La crisis del ser además de una crisis que se expresa en conductas normóticas y de desorientación o ausencia de sentido, también se expresa en comportamientos de indolencia, sumisión, obediencia, conformidad y pasividad. En la creencia de que los individuos se sienten efectivamente libres para elegir, consumir, trabajar, opinar, votar, etc, dicha libertad es pura ilusión, porque de una parte viene configurada por las exigencias del paradigma civilizatorio al que pertenece, pero también por la existencia de poderes ocultos, enmascarados, anónimos e impersonales que lo inducen al individuo, o bien a abstenerse y dimitir de su poder de creación y afirmación como sujeto, o sencillamente a conformarse con lo dado.
Dice Fromm, que el siglo XX ha sido la era de las burocracias económicas, políticas y sindicales y que toda burocracia, independientemente del tipo que sea, por su propia naturaleza jerárquica, especializada, administrativa, verticalista y exigente de subordinación, al inspirarse exclusivamente principios de eficacia y rendimiento, somete a los individuos a la condición de mera cosa, de meros objetos cuya función única es el asentimiento, la obediencia, la disciplina o la adaptación, ya sea ésta de forma directa y estática o de forma indirecta, flexible y dinámica.
Sin embargo el conformismo como actitud de sometimiento, subordinación, pasividad y obediencia, no procede exclusivamente de la cosificación del ser humano en la estructura burocrática y de la enajenación del individuo en sus funciones repetitivas y automatizadas, sino más bien de un singular sentimiento de miedo e inseguridad que lo incapacita para la afirmación del propio ser, negando sus capacidades de producción creativa y absteniéndose, o dimitiendo del compromiso en la acción a partir de convicciones y principios de conciencia. El individuo de nuestros días, en la creencia de que se siente libre porque elige mercancías, establece relaciones o se guía por sus impulsos, lo que en realidad hace es obedecer a poderes impersonales que actúan solapada y seductoramente en todas las interacciones que lleva a cabo. El ser humano moderno, es pues súbdito del poder de los mercados, de las tendencias consideradas como socialmente aceptables o de las corrientes de opinión dominantes que la industria de la conciencia se encarga de suministrar. El conformismo, como muy bien nos ha enseñado Erich Fromm, se fundamenta y establece a partir una triple confusión, la existente entre opiniones y convicciones, entre euforia y felicidad y entre ser y tener.
Desde otra perspectiva, el conformismo como actitud que expresa la crisis del ser e impide el desarrollo de los poderes de creación y autorrealización humana, consiste también en aceptar sin más el actual (des)orden social establecido y el supuesto orden interior que se deriva del mismo. Se trata de una actitud de pesimismo existencial que lleva a considerar la inutilidad de cualquier esfuerzo por rebelarse ante lo dado, pero también una actitud de indolencia y pereza personal procedente de una falta de fe en las propias capacidades para cambiar y mejorar el mundo externo y el mundo interno.
El conformismo, entre la necesidad de aprobación, el deseo de rebelarse y la negación de la interdependencia
El conformismo actual, paradójicamente, se manifiesta en cada individuo como una permanente obsesión por considerarse diferente y original, al mismo tiempo que por un sentimiento de inferioridad y/o insatisfacción al descubrirse corriente y semejante al resto de los mortales. Y con esta paradójica sensación, los seres humanos de nuestro tiempo son presa de racionalizaciones y autojustificaciones continuas en las que oscila continuamente entre dos polos que son los que terminan por originar comportamientos bipolares y esquizoides:
. La necesidad de aprobación por parte de otros junto al desprecio de los demás. El otorgamiento de valor a otros como legitimación de mi propio valor, situando en el exterior las fuentes de la autoestima y la propia dignidad, al mismo tiempo que la desconsideración y la supresión del valor a otros por apreciarse como más valioso que los demás. Una oscilación, como diría Fromm, entre impulsos sádicos que imponen el supuesto valor personal sobre los demás mediante conductas de dominio, y sobreprotección, e impulsos masoquistas orientados a la subordinación, la obediencia, la conformidad y la aceptación de lo dado como inevitable ante lo que nada puede hacerse. (FROMM, E.; 1992: 122-124)
. El deseo de rebelarse, de protestar de reivindicar e incluso de organizarse para ello y la angustia de sentirse minoría, de sentirse ridículo, marginado y despreciado. La falta en suma de una equilibrada autoestima que proceda del interior y de las propias convicciones y de un sano pensamiento asertivo capaz de hacer frente a las exigencias de la propia dignidad personal. Aquí se trata también de conductas que oscilan entre el acercamiento y el alejamiento a los demás, entre la necesidad de no sentirse solo y aislado y el impulso egocéntrico de no asumir responsabilidades por sentirse despreciado o víctima.
. El expreso interés de autosuficiencia y autonomía, negando el hecho de que somos seres interdependientes. El deseo de valerse por sí mismo y no necesitar ni depender de nadie y al mismo tiempo, la angustia y temor originados como consecuencia de no ser necesitados por nadie, de sentirse solos e ignorados.
. El esfuerzo reiterado por autoafirmarse y diferenciarse de los demás, de poner el mayor énfasis en lo que tenemos de original, seguido de la demanda de aceptación por parte de otros queriendo ser diferente y aceptado, sin asumir ningún costo, riesgo o conflicto.
El aprendizaje del conformismo y de las relaciones sociales simbióticas, parasitarias o dependientes (sadomasoquistas) aparece y se desarrolla en edades muy tempranas, cuando desde la infancia se aprende en la familia y en la escuela a reprimir los sentimientos y el potencial creativo singular que cada ser humano lleva dentro. Algo por cierto, que curiosamente coincide con las investigaciones etnográficas más relevantes de los contextos escolares en los que efectivamente se aprende a obedecer, a someterse, a disciplinarse y a mediatizar infinitamente los deseos (Jackson, Ph. W; 1991).
Pero además de las instituciones escolares que querámoslo o no, reproducen y producen ideología conformista mixtificada, en estado puro o subrepticiamente mediante el «curriculum oculto» (Torres santotomé, J.; 1991) el papel fundamental en nuestro tiempo lo juegan las denominadas industrias de la conciencia, entre las que se encuentran las agencias de información, los grandes consorcios empresariales y financieros, las empresas de publicidad, los medios de comunicación de masas, así como las organizaciones e instituciones políticas y religiosas. Estas industrias, son las encargadas hacernos creer la ilusión de que somos realmente libres, cuando en realidad estamos sometidos a sus consignas y dictados que por lo general se presentan bajo el manto de una autoridad anónima, que al no ser identificada, nos inducen a interiorizar y asumir un supuesto sentido común consensuado y compartido que no es otra cosa que pensamiento único dogmático, acrítico, reproductor y legitimador del (des)orden social establecido, al mismo tiempo que promotor de visiones acerca de la imposibilidad o inviabilidad de transformarlo.
Vivimos en sociedades tecnocéntricas, mediáticas e informatizadas de profundo carácter conformista en las que se nos ha convencido de que el aumento de la producción de bienes materiales, necesariamente genera bienestar y empleo; de que el aumento del Producto Interior Bruto o de la renta per cápita, necesariamente se traduce en desarrollo económico; que la expansión hasta el infinito de la tecnología produce indefectiblemente bienestar o que el consumo incesante genera necesariamente desarrollo. Falacias del pensamiento único, que además de legitimar e incrementar el estado de desigualdad y destructividad existente en nuestro planeta produce en los individuos ese estado de «felicidad paradójica» en el que individualismo y hedonismo sin límites se combinan con intensos sentimientos de vacío, soledad, frustración y desamparo (Lipovetsky, G.; 2007). Por ello en la creencia de que vivimos en sociedades del bienestar, algo que la actual crisis económica ha desmentido brutalmente, en realidad nuestro destino nunca antes ha sido más incierto e inseguro, pero al mismo tiempo, nunca antes ha sido más abierto, porque también estamos comenzando a darnos cuenta que el problema de la existencia humana, no es tanto de bienestar como de bienser.
Fuente: elojodelamente.blogspot.com.
El individualismo, entre el afán por la
autorrealización y la entrega al control externo
«…Nuestro tiempo sólo consiguió evacuar la escatología revolucionaria, base de una revolución permanente de lo cotidiano y del propio individuo: privatización ampliada, erosión de las identidades sociales, abandono ideológico y político, desestabilización acelerada de las personalidades; vivimos una segunda revolución individualista…». Gilles Lipovetsky
Uno de los autores que a nuestro juicio mejor y más agudamente ha estudiado el individualismo de nuestro tiempo y en especial el de las últimas tres décadas de posmodernidad relativista y anómica, es sin duda Gilles Lipovetsky en su ya clásica y conocida obra «La era del vacío» (Lipovetsky, G.; 2000).
Para Lipovetsky el individualismo como rasgo central y transversal del carácter social de la sociedad actual, es en realidad un proceso progresivo de sustitución de los valores y actitudes comunitarias, cooperativas, colectivistas, disciplinarias y de expresión del sujeto fuerte de la modernidad, por un nuevo tipo de socialización. Ahora ya no funcionan los valores que fundaban aquellas viejas organizaciones empresariales, sindicales y políticas de antaño en las que la solidaridad y el sentido de pertenencia a la comunidad combinados con la presencia física en reuniones, de vinculaciones afectivas, de encuentros y una larga vida laboral compartida en una misma empresa fraguaban sólidos lazos personales y grupales.
Al volverse flexibles, movibles, adaptables y de corta duración y sobre todo al primar la demanda sobre la oferta, al contrario de como sucedía en la vieja sociedad industrial, los valores fundamentales están referidos a la singularidad, originalidad, identidad, hedonismo, inmediatismo y en general basados en la desconfianza de las promesas de progreso y revolución, configurando así un sujeto débil que aspira a la tranquilidad, la relajación y el abstencionismo de todo aquello que suponga un esfuerzo y una responsabilidad compartida.
Este amplio y complejo proceso Lipvetsky lo ha denominado «proceso de personalización», aunque nosotros preferimos llamarlo de egosingularización o de hiperindividualismo, dadas las enormes connotaciones filosóficas y pedagógicas que el concepto de persona tiene y que van mucho más allá de la caracterización identitaria y diferenciadora del sujeto. Pero llámesele como se le llame, lo que es cierto es que este proceso global que corre parejo a la expansión de los mercados y el éxito de los “shopping-center”, al desarrollo de las nuevas tecnologías y a las escandalosas ganancias especulativas de las transacciones financieras, ha colonizado en gran medida nuestras mentes, creando nuevas fuentes de ansiedad, frustración, voracidad e hiperconsumo.
Aunque gozamos de inmensas posibilidades de comunicación gracias a las nuevas tecnologías de la información, al mismo tiempo se ha producido una importante reducción de espacios reales y físicos de encuentro, de vinculación afectiva, de cooperación comunitaria y de ejercicio de la fraternidad. Todo está marcado por la volatilidad, la impermanencia, la fluidez y el zapping. Una situación que produce paradojas y contradicciones propiciando así conductas bipolares que generan igualmente estrés, ansiedad y un estado permanente que oscila entre el aburrimiento y la euforia.
Por una parte se proclama la necesidad de diferenciación, autorrealización y de desarrollo de todas las potencialidades creativas del sujeto mediante la oferta de infinitos estímulos y mercancías. Mas por otra, se crean numerosos procedimientos de control social, de pérdida de la intimidad y de sometimiento al seductor condicionamiento e influjo de los aparatos de la industria de la conciencia que nos inducen a suavizar, relativizar y flexibilizar nuestros vínculos, responsabilidades y compromisos con los demás.
De un lado el mercado se extiende y globaliza creando numerosas posibilidades de intercambio y de disfrute, estableciendo como verdad que la globalización económica neoliberal es el éxito de lo colectivo, de lo social sobre lo individual, de los grandes centros comerciales y de ocio sobre las primitivas formas de socialización local.
Sin embargo, por otro, se nos trata de convencer que la solución de los problemas y la satisfacción de necesidades de los seres humanos sólo es posible por la vía individual, mental y psicológica. El consumo, el placer, el bienestar, la felicidad, la convivencia, el ocio, e incluso el trabajo, la educación o la sanidad se hacen psicologistas, reduciendo así la salud y la higiene mental, o la educación y el desarrollo humano a un mero asunto mental o emocional para el que existe disponible en el mercado, la tecnología terapéutica adecuada o el soma más eficaz para acceder al mundo feliz de Huxley. Y es así, como aparece lo que para Lipovetsky constituye un individualismo de carácter puramente narcisista que es al mismo tiempo social individual.
Narcisismo individual porque el otrora mercado de la modernidad basado en la oferta, se sustituye por un nuevo mercado global basado en la demanda y en las exigencias de diferenciación de los sujetos individuales en los más diversos ámbitos de culto al cuerpo, a los hábitos de la vida cotidiana, a los gustos y las tendencias de la moda etc., exigencias que el mercado no sólo intenta satisfacer, sino que además investiga continuamente creando nuevas y virtuales necesidades de singularización y originalidad hasta que se han estandarizado y vuelven a crearse otras nuevas. Y narcisismo colectivo porque se amplían y ramifican colectivos y asociaciones de todo tipo con intereses miniaturizados y superespecializados creando solidaridades de microgrupo en las que la participación y el compromiso no exigen decisiones y acciones fuertes y de riesgo, sino decisiones basadas en una ética indolora en la que el gozo, la fruición y la euforia de estar juntos intenta compensar el vacío existencial, el tedio y el aburrimiento.
Nada queda al margen de la egosingularización, desde la empresa a la medicina, o desde la educación hasta el ocio y para ello nada mejor que la seducción y la publicidad prometeica de goce y bienestar sin límites que vacía de contenido y significado el lenguaje convirtiendo la vida en un gran espectáculo de apariencias, escaparates, envoltorios y de infinitas elecciones que dan al sujeto una virtual sensación de libertad y autonomía.
A su vez, los mecanismos de seducción y magnetismo dirigidos a consumir la infinita oferta de mercancías que responde a la demanda singularizada, viene acompañada de una apatía y una indiferencia generalizada por lo público, por una deserción de lo colectivo llevando a los individuos a una soledad interior como efecto-causa de sus deseos de singularización. Todo pues se privatiza e individualiza, abandonado las viejas seguridades sociales que proporcionaban los estados modernos y penalizando así la protección y los derechos sociales que habían sido conquistados en las duras luchas sindicales y políticas de antaño. Pero todo también se descolectiviza, despolitiza y desmoviliza: «…ninguna rebelión y el sentimiento de incomunicabilidad y el conflicto han dejado paso a la apatía y la propia intersubjetividad se encuentra abandonada y después de la deserción social de los valores e instituciones, la relación con el Otro es la que sucumbe, según la misma lógica, al proceso de desencanto (…) cada uno exige estar solo, cada vez más solo y simultáneamente no se soporta a sí mismo cara a cara…» (Lipovetsky, G.; 2000: 47 y 48).
El mercado estimulador de diferenciaciones temporales que conducen a el abstencionismo vital
Estamos pues ante una extraordinaria y universal colonización ideológica que bajo la bandera del derecho a la diferencia y el voraz deseo consumo, nos ha introducido en un nuevo tipo de religiosidad laica y tecnológica en la que una nueva idolatría renace a cada instante a golpes de transacciones financieras, de compra/venta de mercancías que satisfacen necesidades superfluas y de feroz individualismo salvaje que preconiza el “sálvese quien pueda”. Es el ídolo del mercado que aspira a convertirse en el dios universal y en único verdadero y al que adoran, ponen altares, tanto liberales y conservadores que aparecen fuertemente unidos y agrupados en grandes coaliciones o partidos políticos denominados de centro, como también las clásicas formaciones de izquierda que bajo la bandera de la modernización tienden hacia ese supuesto centro de tolerancia, posibilismo, flexibilidad, gerencialismo y apertura, y en el que los términos de lucha, reivindicación, participación, movilización, nacionalización, cohesión, alternativa, solidaridad, estado protector, etc., pertenecen ya a un idioma que se considera prehistórico.
Las consecuencias de esta situación en la conciencia colectiva mayoritaria de las sociedades occidentales no se han hecho esperar. Si el Estado no es necesario, si las cuestiones del interés general, del bien público, de la solidaridad colectiva no son necesarias, el interés por lo comunitario, lo social, por lo público, por la democracia y por la política en su más digno y ético sentido están acabando por disolverse. Y así las viejas instituciones, organizaciones y proyectos creadores del bienestar social, vaciadas de contenido e impunemente acostumbradas a variadas formas de corrupción, clientelismo, nepotismo y despotismo, acaban por convertirse en un mero teatro de representaciones o en un dramático esperpento paralizado por el cinismo y la resignación.
Pero además, el individualismo como rasgo del carácter social de nuestro tiempo y como elemento transversal de la crisis del ser está caracterizado también, siguiendo a Pascal Bruckner, por el infantilismo y la victimización. (Bruckner, P.; 1996).
Por infantilismo hay que entender la manifiesta incapacidad para afrontar los retos y desafíos de la existencia personal y de asumir responsabilidades como consecuencia de una continuada y enfermiza dependencia de los demás. Es, el oculto o manifiesto deseo de gozar de los privilegios de protección y cuidado de la infancia, de estar sostenidos y alimentados por el cordón umbilical de una madre protectora y nutriente, o la obsesión permanente por satisfacer a toda costa los propios deseos, sin asumir los costos y riesgos que comporta su satisfacción. Se trata de una patología del carácter, de una normosis, consistente en perseguir obsesivamente la satisfacción de deseos mediados por la necesidad de un padre benefactor, una madre nutriente, o un líder carismático que provee real o ilusoriamente los mismos.
En la base del infantilismo, al igual que cualquier otra normosis, se encuentran tanto el apego como la dependencia, además de una incapacidad aprendida para tomar decisiones, asumir responsabilidades, elaborar proyectos y en definitiva tomar las riendas del propio destino. Mediante el infantilismo el individuo se hace dependiente de objetos, personas, experiencias y creencias, se apega al estadio egocéntrico del desarrollo, ya que su forma de construir la identidad, es única y exclusivamente la satisfacción de sus impulsos y deseos. Al mismo tiempo, el infantilismo, al rechazar o no aceptar ningún obstáculo que se oponga a la realización inmediata de los deseos, estimula y desarrolla en los sujetos una patología normótica complementaria: la intolerancia más absoluta a cualquier tipo de frustración, que terminará finalmente por incapacitarlo para la madurez emocional y el desarrollo personal.
La normosis específica infantilista se manifesta, al igual que sucede en otros tipos de normosis en conductas bipolares que oscilan entre la euforia y la depresión, o entre la agresividad compulsiva que impone la exigencia inmediata de satisfacciones y la sumisión conformista a un líder proveedor o una institución nutridora. Es pues también de naturaleza sadomasoquista: sadismo en cuanto que cosifica y objetualiza al otro considerándolo como mero instrumento para saciar su voracidad de deseos y masoquismo en cuanto que se muestra incapaz de tomar decisiones responsables y prefiere que otros las tomen por él.
Para Bruckner, la patología del infantilismo, además de estar asociada al individualismo se presenta casi siempre como victimización, una especie de sentimiento individual y colectivo cada vez más extendido, consistente en considerarse especialmente discriminado, marginado o injustamente tratado por motivos puramente ilusorios o vicarios que hacen referencia a agravios comparativos inexistentes o a deudas históricas imposibles de satisfacer en el presente.
Un sentimiento que acaba por transformarse en el salvoconducto o permiso legal para poder demandar a los demás cualquier tipo de exigencia restauradora de la supuesta injusticia que lo caracteriza como víctima. Es la tendencia individual y la aspiración colectiva a sentirse especialmente agraviado, discriminado o desgraciado, a quejarse permanentemente, a sentirse en definitiva víctima y por tanto estar incapacitado para poder resolver su situación si no es mediante su transformación en verdugo, abriendo así la puerta a ideologías autoritarias y totalitarias. Es en suma otra forma de traducir la aversión a asumir las responsabilidades que se derivan de nuestro rol de sujetos.
Desde otra perspectiva y como efecto-causa de la normosis individualista y de la crisis de las organizaciones e instituciones que antaño estimulaban los procesos de socialización, responsabilidad colectiva y cooperación, ha aparecido una nueva normosis específica, la normosis de la dimisión o de la abstención.
El proceso de dimisión de la familia de sus funciones socializadora y educadora por un lado y la ausencia de modelos de valor potentes para las jóvenes generaciones por otro, además de las importantes lagunas de expectativas laborales, se han traducido también en graves e importantes disfunciones en los sistemas educativos, cada vez más impotentes e incapaces de responder coherentemente a estos problemas, con lo cual los modelos de ser humano socialmente dominantes carecen de contrarréplica.
Esta normosis dimisionista o abstencionista tiene también importantes consecuencias en el ámbito sociopolítico, en cuanto que la sociedad aparece desarticulada, desmovilizada, y seducida por las grandes industrias del ocio, la evasión y el escapismo. Las instituciones sociales de nuestro tiempo y la sociedad en su conjunto dimiten de sus funciones autorreguladoras, en cuanto que los mecanismos de actuación dominantes residen en la evasión de responsabilidades y en la delegación total del poder de decisión individual.
La política se hace mercancía, mero espectáculo. Orientada fuertemente por la desregulación, la ausencia de control, la representación y la inexistencia de procesos y mecanismos de participación y evaluación social se convierte en su propia negación, perpetuando así la opacidad, el oscurantismo, la corrupción y el gremialismo de una clase política que se eterniza en los cargos para servir a los grandes grupos económicos y financieros o para lucrarse individualmente de sus prerrogativas y privilegios.
Como efecto-causa de la dimisión personal y social de las responsabilidades colectivas y de la colonización ideológica individualista producida por la idolatría mercantil y el bucle apego-miedo-estrés, no sólo sufrimos internamente, sino que además nos incapacitamos para la participación y el ejercicio de nuestro poder singular y creador originando así la aparición de comportamientos incoherentes y desajustados. Así por ejemplo se nos presenta como normal la tendencia conductual a buscar permanentemente el causante de nuestras desgracias fuera de nuestra implicación o de nuestra responsabilidad, como si nuestras actitudes y nuestros comportamientos cotidianos no tuviesen ninguna relación con nuestra propia situación.
Se trata en definitiva de huir de cualquier tipo de responsabilidad y de compromiso en la creencia de que hemos nacido únicamente con derechos, o de que estos los hemos heredado genéticamente y lo llevamos grabados en la frente. Una visión idílica de la sociedad del bienestar al creer, que independientemente de nuestra conducta individual y colectiva, siempre tendremos a nuestra disposición todos los derechos sociales e individuales, como si los derechos no fuesen una construcción histórica sujeta a cambios y regulada por procesos de negociación y mediación colectivos.
Pero a su vez, este contradictorio comportamiento de lamento, queja e insatisfacción permanentes, se combina con actitudes grandilocuentes, exculpatorias y justificativas de nuestra escasa capacidad de compromiso y valentía, convirtiendo así pequeños y ridículos gestos dirigidos a justificar nuestra mala conciencia, en imaginarias heroicidades. La compasión o la caridad mal entendida, que al compadecer oculta y ensombrece las causas de las injusticias al mismo tiempo que disminuye y hace inferior a nuestros semejantes en su dignidad mediante variadas formas de paternalismo y dependencia.
O las mediáticas supercampañas de solidaridad promovidas por los grandes centros comerciales y las industrias de la conciencia, expresiones también de un individualismo sensiblero, lacrimógeno y miope que se conmueve con el sufrimiento lejano siendo incapaz de ver en su propia calle o barrio al prójimo doliente, o siendo ciego a la comprensión de las causas ecosistémicas y paradigmáticas que generan la injusticia y el dolor humano.
En última instancia, el individualismo que ha colonizado nuestras mentes y que caracteriza a la crisis del ser, se ha constituido como rasgo del carácter social de nuestro tiempo gracias a los nutrientes reproductivos y legitimadores que les proporcionan los grandes medios de la industria de la conciencia. Industrias de la conciencia que sirviendo a las grandes corporaciones industriales y comerciales, o manejadas y/o manipulados desde las instancias de los grandes grupos de presión económicos y financieros se encargan de generar las dosis necesarias de conformidad para que las clases dominantes o los grandes grupos de poder puedan ejercer y ampliar su dominación perpetuando y aumentando así todos sus privilegios y beneficios. Se trata en suma de con-vencernos de que sólo mediante la competitividad y la búsqueda insaciable de éxito o excelencia individual es posible la consecución del bienestar y la felicidad.
El espiritualismo, búsqueda de un paraíso terrenal y de una felicidad perenne
«…La espiritualidad no es el monopolio de las religiones, ni de los caminos espirituales codificados. La espiritualidad es una dimensión de cada ser humano. Esa dimensión que cada uno de nosotros tiene, se revela por la capacidad de diálogo consigo mismo y con el propio corazón, se traduce por el amor, por la sensibilidad, por la compasión, por la escucha del otro, por la responsabilidad y por el cuidado como actitud fundamental. Es alimentar un sentido profundo de valores por los cuales vale la pena sacrificar tiempo, energías y, en el límite la propia vida…». Leonardo Boff
Dice Lipovetsky, que el siglo XXI es el tiempo de la multiplicación y proliferación de nuevas formas de espiritualidad y religiosidad, de nuevas terapias psicoespirituales dirigidas a la consecución del equilibrio, la armonía y el bienestar psicológico de lo cual dan muestra la infinita variedad de terapias psicofísicas y psicoesotéricas, o la explosión de nuevas formas de espiritualidad e incluso de nuevas religiones de reciente creación que en muy corto espacio de tiempo consiguen un gran número de adeptos y un ingente patrimonio económico. Tanto en los países opulentos de occidente, como en los países empobrecidos, vivimos tiempos de suavidad, equilibrio, búsqueda de armonía psicofísica, de bienestar y salud corporal y emocional en los que emergen multitud de empresas que venden la alegría, la felicidad individual y una ansiada paz interior acompañada de numerosos ritos, fórmulas y “nuevos sacramentos” que suavizan y aligeran la carga de estrés y sufrimiento, de vacío existencial y sinsentido que la posmodernidad y el nuevo desorden flexible, dinámico y adaptado a la singularización y diferenciación del mercado han originado.
No es este el lugar para analizar con detenimiento el papel que cada una de estas nuevas religiones y espiritualidades juegan en la conformación de la conciencia individual y colectiva, pero lo que sí es notable en todas ellas es la correspondencia con el individualismo y el conformismo presentes en lo que hemos denominado como crisis del ser, en cuanto por lo general todas acostumbran a dirigir sus fines, objetivos y actividades a la búsqueda de un refugio interior, que aislado de las vinculaciones y responsabilidades interpersonales, comunitarias, sociales y colectivas nos proporcione un alivio indoloro que como es obvio, incide muy poco en las transformación de las estructuras sociales y políticas.
Como dice Lipovetsky estamos ante el nacimiento de una especie de «sabiduría light» que se concentra, no tanto en la consecución de la felicidad mediante el hiperconsumo material, sino «…en la búsqueda del equilibrio interior, la armonía del cuerpo y el espíritu, la expansión y profundización de la conciencia. Lo importante no es cambiar el mundo sino cambiarse uno, despertar la conciencia a potenciales desaprovechados, inventar un nuevo arte de vivir conciliando al individuo consigo mismo. La sabiduría que se tenía por un ideal obsoleto: ya la tenemos otra vez en primer plano. Lo que nace es una microutopía psicoespiritual que reconfigura la mitología de la felicidad individualista en el núcleo de la sociedad de hiperconsumo…» (Lipovetsky, G.; 2007: 334).
Lo que resulta también sorprendente es que este tipo de espiritualidad light o de «microutopía espiritual» que Lipovetsky denuncia, o esta nueva ola posmoderna del new age que preconiza el “estar bien” mediante el aislamiento, la abstracción, la meditación y el consumo de todo tipo de psicoterapias y productos esotéricos, donde precisamente más abunda es en las clases medias y altas. Son los grupos y capas sociales de un cierto poder adquisitivo, las que movidas por su vacío y frustración existencial buscan afanosamente islotes de paz y de buena conciencia, puesto que las grandes mayorías no disponen de la capacidad para pagar los variados gurús y exquisitos centros de relajación, spa, meditación que prometen la felicidad.
Se trata pues de una huida, de una compleja racionalización que por la vía del psicologismo y la espiritualización intenta justificar la dimisión y la abstención de los problemas comunitarios, locales y nacionales, propiciando de una forma más o menos directa la despolitización y la ausencia de responsabilidad social e individual ante las graves injusticias que afectan a las grandes mayorías de nuestra sociedad y de nuestros contextos locales. Y también de una fragmentación, de una reducción que aunque paradójicamente se presenta como holística, integral o transdisciplinar, desintegra, no sólo nuestra capacidad de conectar con lo sagrado que cada ser humano contiene, sino nuestro compromiso social, ético y político al reducir la espiritualidad a un mero estado orgiástico de percepción, o a un sencillo mapa que en nada se corresponde con la vitalidad y la complejidad del ser humano y de la realidad.
Por el contrario, las clases populares, las condenadas al desempleo, las de bajos salarios, las que viven en la precariedad, la inseguridad y la incertidumbre de no saber que van a comer o como van a vivir al día o en el mes siguiente, optan por otra vía para buscar el alivio de sus sufrimientos. O bien deciden volver a las viejas tradiciones religiosas milagreras y opiáceas que se rearman de nuevo con viejos dogmas y ropajes; o bien deciden abrazar incondicionalmente a cualquier flautista de Hamelín que les prometa la felicidad a corto plazo y bajo costo; o sencillamente se entregan fervorosamente al circo mediático de los grandes espectáculos de masas consiguiendo así la cuota de identificación y de sentimiento de pertenencia y normalidad necesarios para ir soportando las contrariedades, dificultades y penurias de su vida cotidiana.
La crisis del ser como crisis espiritual, es pues la expresión de una «sabiduría light» en la que las aportaciones de las grandes tradiciones espirituales de oriente y occidente y los elementos de esa sabiduría perenne presente en todas ellas y que ponen de manifiesto la existencia y la posibilidad de una transreligiosidad liberadora, integral y auténtica, han sido «reemplazados por técnicas de autoayuda que garantizan a la vez triunfo material y paz interior, salud y confianza, ímpetu y serenidad, energía y tranquilidad, felicidad interior sin necesidad de renunciar a lo que haya en el exterior (confort, éxito profesional, sexo, diversiones). El individuo hiperconsumidor aspira a las ventajas del mundo moderno y además al mundo interior (…) Es la búsqueda individualista de la felicidad terrena lo que prosigue al amparo de las sabidurías antiguas. No es un cambio de paradigma, sino la dinámica pluralizadora de las mitologías de la felicidad individualista…» (Lipovetsky, G.; 2007: 336)
Así pues la búsqueda de la felicidad por todos los medios posibles, ya sea mediante el gozo y el hedonismo procedente del incesante hiperconsumo material que nos esclaviza y nos somete a las exigencias de los poderes mercantiles para alcanzar paraísos de placer y supuesto bienestar, o ya sea mediante el arrebato espiritualista o el sometimiento a creencias que nos apartan y abstraen de nuestra vinculación con los demás y de las necesidades de nuestros semejante, nos lleva también al vacío y a la frustración existencial.
Al parecer no hay pues salida posible para nuestro consumismo espiritualista que nos encierra en nosotros mismos haciéndonos creer, que por el hecho de que cambie nuestra percepción o se alteren nuestros estados de conciencia vamos necesariamente a vivir en el mejor de los mundos.
Y no puede haber salida por dos razones evidentes, la primera porque la felicidad no es una meta, ni tampoco el resultado de una inversión, de un consumo, o de un esfuerzo material o espiritual, sino algo que nos viene como un regalo espontáneo no buscado procedente de un especial sentimiento de coherencia y armonía con los valores que decimos profesar. Un sentimiento o un estado psicofísico que no necesariamente se nos presenta a diario o al final de nuestros días como fruto de nuestro esfuerzo, sino que más bien oscila como como una pluma en el aire como nos dice Vinicius de Moraes en su bella canción “A felicidade”.
«…Nuestro tiempo sólo consiguió evacuar la escatología revolucionaria, base de una revolución permanente de lo cotidiano y del propio individuo: privatización ampliada, erosión de las identidades sociales, abandono ideológico y político, desestabilización acelerada de las personalidades; vivimos una segunda revolución individualista…». Gilles Lipovetsky
Uno de los autores que a nuestro juicio mejor y más agudamente ha estudiado el individualismo de nuestro tiempo y en especial el de las últimas tres décadas de posmodernidad relativista y anómica, es sin duda Gilles Lipovetsky en su ya clásica y conocida obra «La era del vacío» (Lipovetsky, G.; 2000).
Para Lipovetsky el individualismo como rasgo central y transversal del carácter social de la sociedad actual, es en realidad un proceso progresivo de sustitución de los valores y actitudes comunitarias, cooperativas, colectivistas, disciplinarias y de expresión del sujeto fuerte de la modernidad, por un nuevo tipo de socialización. Ahora ya no funcionan los valores que fundaban aquellas viejas organizaciones empresariales, sindicales y políticas de antaño en las que la solidaridad y el sentido de pertenencia a la comunidad combinados con la presencia física en reuniones, de vinculaciones afectivas, de encuentros y una larga vida laboral compartida en una misma empresa fraguaban sólidos lazos personales y grupales.
Al volverse flexibles, movibles, adaptables y de corta duración y sobre todo al primar la demanda sobre la oferta, al contrario de como sucedía en la vieja sociedad industrial, los valores fundamentales están referidos a la singularidad, originalidad, identidad, hedonismo, inmediatismo y en general basados en la desconfianza de las promesas de progreso y revolución, configurando así un sujeto débil que aspira a la tranquilidad, la relajación y el abstencionismo de todo aquello que suponga un esfuerzo y una responsabilidad compartida.
Este amplio y complejo proceso Lipvetsky lo ha denominado «proceso de personalización», aunque nosotros preferimos llamarlo de egosingularización o de hiperindividualismo, dadas las enormes connotaciones filosóficas y pedagógicas que el concepto de persona tiene y que van mucho más allá de la caracterización identitaria y diferenciadora del sujeto. Pero llámesele como se le llame, lo que es cierto es que este proceso global que corre parejo a la expansión de los mercados y el éxito de los “shopping-center”, al desarrollo de las nuevas tecnologías y a las escandalosas ganancias especulativas de las transacciones financieras, ha colonizado en gran medida nuestras mentes, creando nuevas fuentes de ansiedad, frustración, voracidad e hiperconsumo.
Aunque gozamos de inmensas posibilidades de comunicación gracias a las nuevas tecnologías de la información, al mismo tiempo se ha producido una importante reducción de espacios reales y físicos de encuentro, de vinculación afectiva, de cooperación comunitaria y de ejercicio de la fraternidad. Todo está marcado por la volatilidad, la impermanencia, la fluidez y el zapping. Una situación que produce paradojas y contradicciones propiciando así conductas bipolares que generan igualmente estrés, ansiedad y un estado permanente que oscila entre el aburrimiento y la euforia.
Por una parte se proclama la necesidad de diferenciación, autorrealización y de desarrollo de todas las potencialidades creativas del sujeto mediante la oferta de infinitos estímulos y mercancías. Mas por otra, se crean numerosos procedimientos de control social, de pérdida de la intimidad y de sometimiento al seductor condicionamiento e influjo de los aparatos de la industria de la conciencia que nos inducen a suavizar, relativizar y flexibilizar nuestros vínculos, responsabilidades y compromisos con los demás.
De un lado el mercado se extiende y globaliza creando numerosas posibilidades de intercambio y de disfrute, estableciendo como verdad que la globalización económica neoliberal es el éxito de lo colectivo, de lo social sobre lo individual, de los grandes centros comerciales y de ocio sobre las primitivas formas de socialización local.
Sin embargo, por otro, se nos trata de convencer que la solución de los problemas y la satisfacción de necesidades de los seres humanos sólo es posible por la vía individual, mental y psicológica. El consumo, el placer, el bienestar, la felicidad, la convivencia, el ocio, e incluso el trabajo, la educación o la sanidad se hacen psicologistas, reduciendo así la salud y la higiene mental, o la educación y el desarrollo humano a un mero asunto mental o emocional para el que existe disponible en el mercado, la tecnología terapéutica adecuada o el soma más eficaz para acceder al mundo feliz de Huxley. Y es así, como aparece lo que para Lipovetsky constituye un individualismo de carácter puramente narcisista que es al mismo tiempo social individual.
Narcisismo individual porque el otrora mercado de la modernidad basado en la oferta, se sustituye por un nuevo mercado global basado en la demanda y en las exigencias de diferenciación de los sujetos individuales en los más diversos ámbitos de culto al cuerpo, a los hábitos de la vida cotidiana, a los gustos y las tendencias de la moda etc., exigencias que el mercado no sólo intenta satisfacer, sino que además investiga continuamente creando nuevas y virtuales necesidades de singularización y originalidad hasta que se han estandarizado y vuelven a crearse otras nuevas. Y narcisismo colectivo porque se amplían y ramifican colectivos y asociaciones de todo tipo con intereses miniaturizados y superespecializados creando solidaridades de microgrupo en las que la participación y el compromiso no exigen decisiones y acciones fuertes y de riesgo, sino decisiones basadas en una ética indolora en la que el gozo, la fruición y la euforia de estar juntos intenta compensar el vacío existencial, el tedio y el aburrimiento.
Nada queda al margen de la egosingularización, desde la empresa a la medicina, o desde la educación hasta el ocio y para ello nada mejor que la seducción y la publicidad prometeica de goce y bienestar sin límites que vacía de contenido y significado el lenguaje convirtiendo la vida en un gran espectáculo de apariencias, escaparates, envoltorios y de infinitas elecciones que dan al sujeto una virtual sensación de libertad y autonomía.
A su vez, los mecanismos de seducción y magnetismo dirigidos a consumir la infinita oferta de mercancías que responde a la demanda singularizada, viene acompañada de una apatía y una indiferencia generalizada por lo público, por una deserción de lo colectivo llevando a los individuos a una soledad interior como efecto-causa de sus deseos de singularización. Todo pues se privatiza e individualiza, abandonado las viejas seguridades sociales que proporcionaban los estados modernos y penalizando así la protección y los derechos sociales que habían sido conquistados en las duras luchas sindicales y políticas de antaño. Pero todo también se descolectiviza, despolitiza y desmoviliza: «…ninguna rebelión y el sentimiento de incomunicabilidad y el conflicto han dejado paso a la apatía y la propia intersubjetividad se encuentra abandonada y después de la deserción social de los valores e instituciones, la relación con el Otro es la que sucumbe, según la misma lógica, al proceso de desencanto (…) cada uno exige estar solo, cada vez más solo y simultáneamente no se soporta a sí mismo cara a cara…» (Lipovetsky, G.; 2000: 47 y 48).
El mercado estimulador de diferenciaciones temporales que conducen a el abstencionismo vital
Estamos pues ante una extraordinaria y universal colonización ideológica que bajo la bandera del derecho a la diferencia y el voraz deseo consumo, nos ha introducido en un nuevo tipo de religiosidad laica y tecnológica en la que una nueva idolatría renace a cada instante a golpes de transacciones financieras, de compra/venta de mercancías que satisfacen necesidades superfluas y de feroz individualismo salvaje que preconiza el “sálvese quien pueda”. Es el ídolo del mercado que aspira a convertirse en el dios universal y en único verdadero y al que adoran, ponen altares, tanto liberales y conservadores que aparecen fuertemente unidos y agrupados en grandes coaliciones o partidos políticos denominados de centro, como también las clásicas formaciones de izquierda que bajo la bandera de la modernización tienden hacia ese supuesto centro de tolerancia, posibilismo, flexibilidad, gerencialismo y apertura, y en el que los términos de lucha, reivindicación, participación, movilización, nacionalización, cohesión, alternativa, solidaridad, estado protector, etc., pertenecen ya a un idioma que se considera prehistórico.
Las consecuencias de esta situación en la conciencia colectiva mayoritaria de las sociedades occidentales no se han hecho esperar. Si el Estado no es necesario, si las cuestiones del interés general, del bien público, de la solidaridad colectiva no son necesarias, el interés por lo comunitario, lo social, por lo público, por la democracia y por la política en su más digno y ético sentido están acabando por disolverse. Y así las viejas instituciones, organizaciones y proyectos creadores del bienestar social, vaciadas de contenido e impunemente acostumbradas a variadas formas de corrupción, clientelismo, nepotismo y despotismo, acaban por convertirse en un mero teatro de representaciones o en un dramático esperpento paralizado por el cinismo y la resignación.
Pero además, el individualismo como rasgo del carácter social de nuestro tiempo y como elemento transversal de la crisis del ser está caracterizado también, siguiendo a Pascal Bruckner, por el infantilismo y la victimización. (Bruckner, P.; 1996).
Por infantilismo hay que entender la manifiesta incapacidad para afrontar los retos y desafíos de la existencia personal y de asumir responsabilidades como consecuencia de una continuada y enfermiza dependencia de los demás. Es, el oculto o manifiesto deseo de gozar de los privilegios de protección y cuidado de la infancia, de estar sostenidos y alimentados por el cordón umbilical de una madre protectora y nutriente, o la obsesión permanente por satisfacer a toda costa los propios deseos, sin asumir los costos y riesgos que comporta su satisfacción. Se trata de una patología del carácter, de una normosis, consistente en perseguir obsesivamente la satisfacción de deseos mediados por la necesidad de un padre benefactor, una madre nutriente, o un líder carismático que provee real o ilusoriamente los mismos.
En la base del infantilismo, al igual que cualquier otra normosis, se encuentran tanto el apego como la dependencia, además de una incapacidad aprendida para tomar decisiones, asumir responsabilidades, elaborar proyectos y en definitiva tomar las riendas del propio destino. Mediante el infantilismo el individuo se hace dependiente de objetos, personas, experiencias y creencias, se apega al estadio egocéntrico del desarrollo, ya que su forma de construir la identidad, es única y exclusivamente la satisfacción de sus impulsos y deseos. Al mismo tiempo, el infantilismo, al rechazar o no aceptar ningún obstáculo que se oponga a la realización inmediata de los deseos, estimula y desarrolla en los sujetos una patología normótica complementaria: la intolerancia más absoluta a cualquier tipo de frustración, que terminará finalmente por incapacitarlo para la madurez emocional y el desarrollo personal.
La normosis específica infantilista se manifesta, al igual que sucede en otros tipos de normosis en conductas bipolares que oscilan entre la euforia y la depresión, o entre la agresividad compulsiva que impone la exigencia inmediata de satisfacciones y la sumisión conformista a un líder proveedor o una institución nutridora. Es pues también de naturaleza sadomasoquista: sadismo en cuanto que cosifica y objetualiza al otro considerándolo como mero instrumento para saciar su voracidad de deseos y masoquismo en cuanto que se muestra incapaz de tomar decisiones responsables y prefiere que otros las tomen por él.
Para Bruckner, la patología del infantilismo, además de estar asociada al individualismo se presenta casi siempre como victimización, una especie de sentimiento individual y colectivo cada vez más extendido, consistente en considerarse especialmente discriminado, marginado o injustamente tratado por motivos puramente ilusorios o vicarios que hacen referencia a agravios comparativos inexistentes o a deudas históricas imposibles de satisfacer en el presente.
Un sentimiento que acaba por transformarse en el salvoconducto o permiso legal para poder demandar a los demás cualquier tipo de exigencia restauradora de la supuesta injusticia que lo caracteriza como víctima. Es la tendencia individual y la aspiración colectiva a sentirse especialmente agraviado, discriminado o desgraciado, a quejarse permanentemente, a sentirse en definitiva víctima y por tanto estar incapacitado para poder resolver su situación si no es mediante su transformación en verdugo, abriendo así la puerta a ideologías autoritarias y totalitarias. Es en suma otra forma de traducir la aversión a asumir las responsabilidades que se derivan de nuestro rol de sujetos.
Desde otra perspectiva y como efecto-causa de la normosis individualista y de la crisis de las organizaciones e instituciones que antaño estimulaban los procesos de socialización, responsabilidad colectiva y cooperación, ha aparecido una nueva normosis específica, la normosis de la dimisión o de la abstención.
El proceso de dimisión de la familia de sus funciones socializadora y educadora por un lado y la ausencia de modelos de valor potentes para las jóvenes generaciones por otro, además de las importantes lagunas de expectativas laborales, se han traducido también en graves e importantes disfunciones en los sistemas educativos, cada vez más impotentes e incapaces de responder coherentemente a estos problemas, con lo cual los modelos de ser humano socialmente dominantes carecen de contrarréplica.
Esta normosis dimisionista o abstencionista tiene también importantes consecuencias en el ámbito sociopolítico, en cuanto que la sociedad aparece desarticulada, desmovilizada, y seducida por las grandes industrias del ocio, la evasión y el escapismo. Las instituciones sociales de nuestro tiempo y la sociedad en su conjunto dimiten de sus funciones autorreguladoras, en cuanto que los mecanismos de actuación dominantes residen en la evasión de responsabilidades y en la delegación total del poder de decisión individual.
La política se hace mercancía, mero espectáculo. Orientada fuertemente por la desregulación, la ausencia de control, la representación y la inexistencia de procesos y mecanismos de participación y evaluación social se convierte en su propia negación, perpetuando así la opacidad, el oscurantismo, la corrupción y el gremialismo de una clase política que se eterniza en los cargos para servir a los grandes grupos económicos y financieros o para lucrarse individualmente de sus prerrogativas y privilegios.
Como efecto-causa de la dimisión personal y social de las responsabilidades colectivas y de la colonización ideológica individualista producida por la idolatría mercantil y el bucle apego-miedo-estrés, no sólo sufrimos internamente, sino que además nos incapacitamos para la participación y el ejercicio de nuestro poder singular y creador originando así la aparición de comportamientos incoherentes y desajustados. Así por ejemplo se nos presenta como normal la tendencia conductual a buscar permanentemente el causante de nuestras desgracias fuera de nuestra implicación o de nuestra responsabilidad, como si nuestras actitudes y nuestros comportamientos cotidianos no tuviesen ninguna relación con nuestra propia situación.
Se trata en definitiva de huir de cualquier tipo de responsabilidad y de compromiso en la creencia de que hemos nacido únicamente con derechos, o de que estos los hemos heredado genéticamente y lo llevamos grabados en la frente. Una visión idílica de la sociedad del bienestar al creer, que independientemente de nuestra conducta individual y colectiva, siempre tendremos a nuestra disposición todos los derechos sociales e individuales, como si los derechos no fuesen una construcción histórica sujeta a cambios y regulada por procesos de negociación y mediación colectivos.
Pero a su vez, este contradictorio comportamiento de lamento, queja e insatisfacción permanentes, se combina con actitudes grandilocuentes, exculpatorias y justificativas de nuestra escasa capacidad de compromiso y valentía, convirtiendo así pequeños y ridículos gestos dirigidos a justificar nuestra mala conciencia, en imaginarias heroicidades. La compasión o la caridad mal entendida, que al compadecer oculta y ensombrece las causas de las injusticias al mismo tiempo que disminuye y hace inferior a nuestros semejantes en su dignidad mediante variadas formas de paternalismo y dependencia.
O las mediáticas supercampañas de solidaridad promovidas por los grandes centros comerciales y las industrias de la conciencia, expresiones también de un individualismo sensiblero, lacrimógeno y miope que se conmueve con el sufrimiento lejano siendo incapaz de ver en su propia calle o barrio al prójimo doliente, o siendo ciego a la comprensión de las causas ecosistémicas y paradigmáticas que generan la injusticia y el dolor humano.
En última instancia, el individualismo que ha colonizado nuestras mentes y que caracteriza a la crisis del ser, se ha constituido como rasgo del carácter social de nuestro tiempo gracias a los nutrientes reproductivos y legitimadores que les proporcionan los grandes medios de la industria de la conciencia. Industrias de la conciencia que sirviendo a las grandes corporaciones industriales y comerciales, o manejadas y/o manipulados desde las instancias de los grandes grupos de presión económicos y financieros se encargan de generar las dosis necesarias de conformidad para que las clases dominantes o los grandes grupos de poder puedan ejercer y ampliar su dominación perpetuando y aumentando así todos sus privilegios y beneficios. Se trata en suma de con-vencernos de que sólo mediante la competitividad y la búsqueda insaciable de éxito o excelencia individual es posible la consecución del bienestar y la felicidad.
El espiritualismo, búsqueda de un paraíso terrenal y de una felicidad perenne
«…La espiritualidad no es el monopolio de las religiones, ni de los caminos espirituales codificados. La espiritualidad es una dimensión de cada ser humano. Esa dimensión que cada uno de nosotros tiene, se revela por la capacidad de diálogo consigo mismo y con el propio corazón, se traduce por el amor, por la sensibilidad, por la compasión, por la escucha del otro, por la responsabilidad y por el cuidado como actitud fundamental. Es alimentar un sentido profundo de valores por los cuales vale la pena sacrificar tiempo, energías y, en el límite la propia vida…». Leonardo Boff
Dice Lipovetsky, que el siglo XXI es el tiempo de la multiplicación y proliferación de nuevas formas de espiritualidad y religiosidad, de nuevas terapias psicoespirituales dirigidas a la consecución del equilibrio, la armonía y el bienestar psicológico de lo cual dan muestra la infinita variedad de terapias psicofísicas y psicoesotéricas, o la explosión de nuevas formas de espiritualidad e incluso de nuevas religiones de reciente creación que en muy corto espacio de tiempo consiguen un gran número de adeptos y un ingente patrimonio económico. Tanto en los países opulentos de occidente, como en los países empobrecidos, vivimos tiempos de suavidad, equilibrio, búsqueda de armonía psicofísica, de bienestar y salud corporal y emocional en los que emergen multitud de empresas que venden la alegría, la felicidad individual y una ansiada paz interior acompañada de numerosos ritos, fórmulas y “nuevos sacramentos” que suavizan y aligeran la carga de estrés y sufrimiento, de vacío existencial y sinsentido que la posmodernidad y el nuevo desorden flexible, dinámico y adaptado a la singularización y diferenciación del mercado han originado.
No es este el lugar para analizar con detenimiento el papel que cada una de estas nuevas religiones y espiritualidades juegan en la conformación de la conciencia individual y colectiva, pero lo que sí es notable en todas ellas es la correspondencia con el individualismo y el conformismo presentes en lo que hemos denominado como crisis del ser, en cuanto por lo general todas acostumbran a dirigir sus fines, objetivos y actividades a la búsqueda de un refugio interior, que aislado de las vinculaciones y responsabilidades interpersonales, comunitarias, sociales y colectivas nos proporcione un alivio indoloro que como es obvio, incide muy poco en las transformación de las estructuras sociales y políticas.
Como dice Lipovetsky estamos ante el nacimiento de una especie de «sabiduría light» que se concentra, no tanto en la consecución de la felicidad mediante el hiperconsumo material, sino «…en la búsqueda del equilibrio interior, la armonía del cuerpo y el espíritu, la expansión y profundización de la conciencia. Lo importante no es cambiar el mundo sino cambiarse uno, despertar la conciencia a potenciales desaprovechados, inventar un nuevo arte de vivir conciliando al individuo consigo mismo. La sabiduría que se tenía por un ideal obsoleto: ya la tenemos otra vez en primer plano. Lo que nace es una microutopía psicoespiritual que reconfigura la mitología de la felicidad individualista en el núcleo de la sociedad de hiperconsumo…» (Lipovetsky, G.; 2007: 334).
Lo que resulta también sorprendente es que este tipo de espiritualidad light o de «microutopía espiritual» que Lipovetsky denuncia, o esta nueva ola posmoderna del new age que preconiza el “estar bien” mediante el aislamiento, la abstracción, la meditación y el consumo de todo tipo de psicoterapias y productos esotéricos, donde precisamente más abunda es en las clases medias y altas. Son los grupos y capas sociales de un cierto poder adquisitivo, las que movidas por su vacío y frustración existencial buscan afanosamente islotes de paz y de buena conciencia, puesto que las grandes mayorías no disponen de la capacidad para pagar los variados gurús y exquisitos centros de relajación, spa, meditación que prometen la felicidad.
Se trata pues de una huida, de una compleja racionalización que por la vía del psicologismo y la espiritualización intenta justificar la dimisión y la abstención de los problemas comunitarios, locales y nacionales, propiciando de una forma más o menos directa la despolitización y la ausencia de responsabilidad social e individual ante las graves injusticias que afectan a las grandes mayorías de nuestra sociedad y de nuestros contextos locales. Y también de una fragmentación, de una reducción que aunque paradójicamente se presenta como holística, integral o transdisciplinar, desintegra, no sólo nuestra capacidad de conectar con lo sagrado que cada ser humano contiene, sino nuestro compromiso social, ético y político al reducir la espiritualidad a un mero estado orgiástico de percepción, o a un sencillo mapa que en nada se corresponde con la vitalidad y la complejidad del ser humano y de la realidad.
Por el contrario, las clases populares, las condenadas al desempleo, las de bajos salarios, las que viven en la precariedad, la inseguridad y la incertidumbre de no saber que van a comer o como van a vivir al día o en el mes siguiente, optan por otra vía para buscar el alivio de sus sufrimientos. O bien deciden volver a las viejas tradiciones religiosas milagreras y opiáceas que se rearman de nuevo con viejos dogmas y ropajes; o bien deciden abrazar incondicionalmente a cualquier flautista de Hamelín que les prometa la felicidad a corto plazo y bajo costo; o sencillamente se entregan fervorosamente al circo mediático de los grandes espectáculos de masas consiguiendo así la cuota de identificación y de sentimiento de pertenencia y normalidad necesarios para ir soportando las contrariedades, dificultades y penurias de su vida cotidiana.
La crisis del ser como crisis espiritual, es pues la expresión de una «sabiduría light» en la que las aportaciones de las grandes tradiciones espirituales de oriente y occidente y los elementos de esa sabiduría perenne presente en todas ellas y que ponen de manifiesto la existencia y la posibilidad de una transreligiosidad liberadora, integral y auténtica, han sido «reemplazados por técnicas de autoayuda que garantizan a la vez triunfo material y paz interior, salud y confianza, ímpetu y serenidad, energía y tranquilidad, felicidad interior sin necesidad de renunciar a lo que haya en el exterior (confort, éxito profesional, sexo, diversiones). El individuo hiperconsumidor aspira a las ventajas del mundo moderno y además al mundo interior (…) Es la búsqueda individualista de la felicidad terrena lo que prosigue al amparo de las sabidurías antiguas. No es un cambio de paradigma, sino la dinámica pluralizadora de las mitologías de la felicidad individualista…» (Lipovetsky, G.; 2007: 336)
Así pues la búsqueda de la felicidad por todos los medios posibles, ya sea mediante el gozo y el hedonismo procedente del incesante hiperconsumo material que nos esclaviza y nos somete a las exigencias de los poderes mercantiles para alcanzar paraísos de placer y supuesto bienestar, o ya sea mediante el arrebato espiritualista o el sometimiento a creencias que nos apartan y abstraen de nuestra vinculación con los demás y de las necesidades de nuestros semejante, nos lleva también al vacío y a la frustración existencial.
Al parecer no hay pues salida posible para nuestro consumismo espiritualista que nos encierra en nosotros mismos haciéndonos creer, que por el hecho de que cambie nuestra percepción o se alteren nuestros estados de conciencia vamos necesariamente a vivir en el mejor de los mundos.
Y no puede haber salida por dos razones evidentes, la primera porque la felicidad no es una meta, ni tampoco el resultado de una inversión, de un consumo, o de un esfuerzo material o espiritual, sino algo que nos viene como un regalo espontáneo no buscado procedente de un especial sentimiento de coherencia y armonía con los valores que decimos profesar. Un sentimiento o un estado psicofísico que no necesariamente se nos presenta a diario o al final de nuestros días como fruto de nuestro esfuerzo, sino que más bien oscila como como una pluma en el aire como nos dice Vinicius de Moraes en su bella canción “A felicidade”.
Pero, al mismo tiempo, no hay salida tampoco a la crisis espiritual y a la crisis del ser, mientras que no comprendamos que somos seres interdependientes de la naturaleza y de la sociedad, de que somos seres de vínculos y relaciones y que por tanto necesariamente tenemos que renunciar, tenemos que abrirnos y dar incondicionalmente al otro, porque lo queramos o no, no nos pertenecemos del todo, no somos en realidad propietarios de nosotros mismos y si somos nosotros es porque tenemos al lado a alguien que nos reconoce como legítimos y nos ama de una y mil maneras con infinidad de matices.
El extraordinario florecimiento de las tecnologías esotéricas, espiritualistas, psicologistas y de autoayuda, asociadas al carácter hirperconsumista de nuestra época, ha contribuido en gran parte a llevarnos a un tipo especial de dimisión, abstención y desvinculación de la comunidad y de nuestra responsabilidad social y política.
Ha conseguido en gran medida que olvidemos e incluso despreciemos, a aquel sujeto fuerte de antaño, de convicciones profundas, de lealtad insobornable a causas nobles, de firmeza y valentía ante el reto de afrontar dificultades y situaciones injustas, para sustituirlo por un sujeto débil, terriblemente asustado por sus conflictos internos y egocéntricos, aterrado por sus enfermedades y dolencias físicas, abrumado por su responsabilidad social y por las exigencias y compromisos de sus vinculaciones y relaciones con los demás, pero sobre todo refugiado en un mundo interior que le proporciona una singular sensación de serenidad y tranquilidad que confunde con la auténtica paz que los grandes maestros como Gandhi, Luther King, Pedro Casaldáliga, Desmond Tutu, Teresa de Calcuta o Monseñor Romero, entre otros, nos han enseñado.
Este tipo de sabiduría light, esta espiritualidad de andar por casa que compra libros de autoayuda y meditación sin practicarlos, que acude a cursillos para vivir experiencias orgiásticas y alucinatorias, o que asiste sometida al encanto seductor de gurús y grandes sacerdotes laicos y religiosos, es la que a la postre, nos hace caer en una de las tal vez más peligrosas de las normosis.
La normosis de creer que únicamente con el cambio mental de percepción de la realidad o con el desarrollo de nuestra conciencia individual es posible alcanzar el paraíso terrenal y la felicidad perenne. Una normosis que por lo general se nutre de pensamiento mágico, de conciencia ingenua, de ausencia de pensamiento crítico y de un profundo e intenso miedo a ser uno mismo con todas las consecuencias. Liberarse pues del miedo en todas sus formas, tal vez sea el más fundamental y transcendente de los caminos para comenzar a despertar e iniciar nuevamente el proceso-proyecto permanente de nuestra propia liberación personal, comunitaria, social y planetaria.
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Weil, P., Leloup, J.Y. y Crema, R. (2003) Normose. A patología da normalidade. Verus. Campinas. SP.
FUENTE: http://www.tendencias21.net/La-actual-crisis-del-ser-no-preludia-necesariamente-una-catastrofe_a10885.html
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Namasté