Sí, lo sé, el título de este texto tiene un pequeño juego de palabras: los problemas que nos desafían de verdad tienen real dimensión dentro de cada persona, por lo que el termostato interno para ponerles algún grado de dificultad depende de experiencias individuales.
Sin embargo, en la naturaleza humana, donde lo único que permanece constante es el cambio, quizás podamos convenir en que hay cierto tipo de problemas que revisten mayor gravedad que otros. Un accidente, pérdidas irreparables, diagnósticos de salud que irrumpen en lo cotidiano, cambios intempestivos en medio de lo que empezábamos a disfrutar, el final de una relación anhelada, pueden ser algunos ejemplos.
Hay etapas de la vida en las que parece que el rompecabezas se desacomoda de tal forma que quizás nos está invitando a mirar las cosas desde otra perspectiva. Además, si pudiésemos tener la claridad para observar en perspectiva, quizás veamos cómo con el correr del tiempo algunos aspectos de aquel momento crítico podrían ser resignificadas en un objetivo superador que nos permite seguir adelante.
He conocido el caso de una mamá que ante la muerte de su hijo aplastado por un balcón de un edificio decidió constituir una organización no gubernamental para apoyar determinados temas relacionados con la infancia. Otra, que, ante la pérdida de sus piernas, empezó a desarrollar destrezas y habilidades postergadas por décadas, y se transformó en una artista plástica exitosa.
Posiblemente, muchos de los lectores conocerán historias de superación parecidas. Y allí empieza el camino de conocimiento y de sabiduría, donde podemos avanzar, quizás a paso muy lento, aunque firme, más allá del dolor y la tragedia.
Uno de los puntos de partida tiene que ver con asumir el hecho con toda la contundencia que encierra, sin eufemismos y sin intentar maquillarlo. Este paso requiere de una entrega especial a la escucha interna atenta y visceral y del saber pedir al entorno que sepa respetar este tiempo de duelo. Siempre se trata de un duelo, por más que no haya que lamentar pérdidas de otras personas amadas.
Hay algo que se va, que ya no estará más —o al menos, por un buen tiempo, como por ejemplo cuando afrontamos un tratamiento médico continuo—. Y aunque luego finalice esa etapa, hay un latir interno que no regresa: lo que devuelve la vida ha sido modificado irremediablemente.
La siguiente fase, que la psicología y psiquiatría describen con mucha precisión, es la de la aceptación. Imagínate que si a veces nos cuesta aceptar situaciones sencillas de lo cotidiano, ¡lo que puede significar asumir el terremoto en que se ha transformado una determinada etapa de la vida!
Sin embargo, es precisamente el tenor del derrumbe directamente proporcional a la fortaleza que se crea de no sabemos dónde, para afrontar y seguir lo mejor que podamos.
Si así lo elegimos, ahí empieza otro proceso lleno de sabiduría y de conexión interna: reconstruirnos por dentro, para, luego, quizás, tal vez, algún día —sí, todos estas expresiones en tiempo condicional marcan el estado latente de deseo— haberle encontrado la vuelta a esto difícil y desafiante, y, desde allí, comenzar de nuevo.
Así como una cicatriz, con el tiempo, puede casi desaparecer, las experiencias de gran desafío vital no necesariamente se esfumarán como por arte de magia. Sino que, por el contrario, permanecerán como un hilo transversal en muchos estadios de lo que sigue en la vida, para marcar un punto de referencia extremadamente sutil, extremadamente útil si lo sabemos capitalizar.
Es posible que en el camino tengamos la sensación de rendirnos. Rendirse no en el sentido de abandonarse, sino de entregarse al fluir de las cosas, cuando ya hay tanto desajuste dentro y fuera de nosotros que lo único que podemos hacer para cooperar es entregarnos al fluir de las cosas. En tiempos de mayor equilibrio en la vida, por lo general muchas personas están enfocadas en el control de las situaciones, en esa tendencia obsesiva a querer que todo salga a mi manera. Lo que esta etapa de profunda transformación viene a enseñar es que la vida no funciona como un control remoto: la vida, simplemente, es. Es lo que es. Y si me resisto a asumirla de esta forma —sin que esto se transforme en un conformismo crónico y sin responsabilidad individual sobre los hechos y las cosas—, posiblemente el camino de reconstrucción sea más arduo y complejo.
Otra cualidad que puede asistirnos es la del optimismo. No se trata de hacer que soy feliz cuando no lo estoy, aunque podemos empezar a reconocer pequeñas conductas negativas reiteradas que quisiera cambiar o alterar en positivo, paulatinamente, muy lentamente, para alcanzar un mejor estado de bienestar interno y externo. Llevar un registro escrito en un block de notas puede ser de mucho apoyo para tomar conciencia del avance que vamos logrando. Y al observar cómo lo estamos haciendo, automáticamente nos cargará de la energía que necesitamos para el siguiente paso. El optimista mira el vaso medio vacío para reconocer el vaso medio lleno —o, aunque sea, las exiguas gotas que contiene en el momento de desafío extremo—. Por lo que la perspectiva de la mirada del asunto tiene especial significancia.
Poner en palabras lo que siento es también fundamental para soltar el aislamiento en el que solemos sumirnos. La reflexión compartida con otro suma, sobre todo si podemos pedirle —y hasta enseñarle de muy buena manera— de qué forma quisiéramos que nos acompañe en este momento. La escucha abierta, empática y desapegada al “te voy a hacer sentir mejor” sería lo más apropiado. Otra forma de hacerlo es frente a un espejo y en soledad. Mirarnos a los ojos con la profundidad del alma afligida y dolorida, y expresarnos sinceramente el fluir de emociones y pensamientos que seguramente empezarán a salir.
En momentos de mucha incertidumbre sobre el devenir de las cosas, apoyarme en mi fortaleza es esencial en todo momento. Para hacerlo, podemos diseñar alguna herramienta interna para asistirnos en traer esa conciencia presente diariamente. Una lista, una frase en positivo sobre cómo deseo salir de esta situación; la visualización, la meditación, la respiración y el reemplazar imágenes mentales negativas por paisajes bellos de la naturaleza son parte de esta ejercitación que, si la hacemos una rutina, se integrarán eficazmente de allí en más hasta dejar este mundo. Así funciona.
Detectar oportunidades de cambio puede ser otra excelente forma de mirar los problemas. ¿Qué estoy aprendiendo acerca de mí, la situación y las demás personas?
¿De qué forma me relaciono con el entorno? ¿Cómo va mi confianza en el proceso?
¿Tengo solamente esperanza, o la he reforzado con el increíble condimento de la fe?
¿En qué aspecto de mi vida veo reflejado este presente? ¿Hay algo que pudiese hacer mejor en medio del caos y la desesperanza? Quizás no podamos responder todas las interrogantes juntas; aunque sí es posible integrarlas paulatinamente a tu propio ritmo, en el terreno de lo hipotético y lo posible. Una forma muy eficaz para enunciar esto sería utilizar el enunciado “¿Y qué tal si…?” seguido de sentimientos y emociones lo más positivas posibles. Vale la pena el intento.
Buscar ayuda profesional en todo momento se convierte en la herramienta más poderosa que tendrás. Aquí, la elección es tuya si estás en condiciones de hacerlo, o de alguien que te conozca bien.
Suma lecturas positivas en tanto sea posible. Deja de lado al principio la imposibilidad de enfocarte en lo que lees —es normal que no puedas estar totalmente presente al principio—, aunque si te das la oportunidad de hacerlo muy despacio, paulatinamente, incorporarás algo más que te invite a navegar por otros mundos, más allá del momento por el que estás atravesando.
Y aquí apareció la otra clave: atravesar el proceso. Saber que esto empieza, lo estoy viviendo y sintiendo a fondo es doloroso; siento miedo, temor y todas las emociones de las mal llamadas negativas. Deja de anestesiarte ante estas vivencias: recíbelas con las manos y el corazón abiertas. Deja que la tristeza salga en forma de lágrimas. Dale la bienvenida al dolor, y ten la certeza de que, luego de ese tiempo, habrá un poco más de calma de espíritu. Así es.
Hay una frase que asevera que no se nos da nada que no podamos manejar. Manejar no es lo mismo que controlar. Manejar aquí significa gestionar lo mejor posible nuestro momento, las emociones, los sentimientos, y todo el entorno que se presenta.
En esa dinámica de gestión interna está la llave cifrada para resignificar este momento de desafío, y alcanzar de a poco, lentamente y sin pausa, el equilibrio que irá reapareciendo un día. Irrumpirá sin saber cómo. Y sin embargo, volverá a brillar nuestro espíritu, ahora más sabio, paciente y curtido por las vivencias de esta historia de vida.
En muchos casos, sobreviviremos para contarla. Y de no ser así, el entorno tendrá la certeza que, en el último tiempo en este plano físico, hemos hecho todo lo mejor posible, preparándonos para cada instante que sigue.
Por: Daniel Colombo (@danielcolombopr) el 01/07/2016
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