Hace unos 10 años tuve cáncer. Todo comenzó con una visita rutinaria al médico. Apurado, esperaba que el doctor viniera a decirme que todos mis exámenes estaban bien, como había ocurrido siempre durante más de 38 años de vida. Sin embargo, ese día las cosas no salieron como esperaba. El doctor se sentó frente a mí y me dijo… “Tenemos que hablar.”
“Tenemos que hablar” significó una serie de operaciones para erradicar tumores cancerígenos de mi cuerpo. También significó largas horas de quimioterapia y algunas sesiones de radioterapia. Temí por mi vida. Tenía la sensación de que no iba a superar esta experiencia. Al mismo tiempo, cada vez que salía de una de las operaciones, de la quimio y de la radio, se renovaba mi fe y mi deseo de seguir aquí en el planeta Tierra, entre mis familiares y mis amigos.
Durante todo el tiempo que luché por sobrevivir, mi vida cambió completamente. Lo que había sido importante hasta ese momento, dejó de serlo: pagar cuentas, hacer mucho dinero, el más veloz de los carros, el último modelo de celular, ropa costosa y de marca, las más bellas mujeres y el mejor de los vinos, en fin, todo aquello que me solía quitar el sueño pasó a ser insignificante. Lo único que tenía importancia para mí era abrir los ojos una vez más, notar que había amanecido con vida, reconocer que a pesar del dolor podía levantarme y caminar, celebrar el hecho de que no necesitaba a nadie para satisfacer mis necesidades básicas. Estos eran mis pequeños grandes triunfos de cada día.
Nada era más valioso que sentir el apoyo y el amor de las personas que me rodeaban. El amor que me brindaron mis familiares y mis amigos fue el alimento de mi alma. El apoyo que me ofrecieron el personal medico y los extraños que mostraron empatía hacia mi condición fue el recordatorio de que no estaba sólo. Ellos fueron las muletas sobre las que descansé mi cuerpo cuando el dolor y el cansancio eran demasiado. A lo largo de la travesía hubo muy buenas noticias y alguna que otra recaída. Aprendí a vivir un día a la vez porque parecía absurdo y agotador hacer planes a mediano y largo plazo. Cuando alguien sostenía mi mano, fuese mi madre, una enfermera o un amigo, yo sentía el deseo de aferrarme a esa persona, albergando la ilusión de que en su compañía nada me podía pasar. Sujetando su mano me sentía protegido y cobijado. Las despedidas pasaron a ser muy emotivas. Sentía que cada adiós podía ser el último.
Me recuperé. Los primeros 5 años después de las operaciones y los tratamientos los doctores monitoreaban muy de cerca mi evolución. Necesitaban constatar que no se había producido metástasis y que mi cuerpo seguía libre de células cancerígenas. A pesar de que volví a mi rutina y a mi trabajo, mis niveles de energía no eran los mismos. Y cada vez que tenía cita con el médico, me sentía diminuto y frágil. Como un niño aterrado esperaba al doctor en la sala de esperas, temiendo que los exámenes pudiesen revelar una recaída. Afortunadamente, nunca hubo nada que lamentar.
Después de estos primeros 5 años, mi vida volvió notablemente a la normalidad. Vivo con elevados niveles de estrés otra vez, pago muchas cuentas, me interesan los carros y los celulares de moda, una mujer muy hermosa se casó conmigo y esperamos un bebé -anticipo más estrés y más gastos, por cierto-, ya no tengo tanto tiempo para compartir con mis familiares y mis amigos, de vez en cuando busco mis trajes de marca por la tintorería, en fin, pasé a engrosar las filas de los hombres “normales”, entre comillas. Sin embargo, con suficiente frecuencia, recuerdo mis días con cáncer. Y a pesar de lo difícil que fue y de lo agradecido que me siento de no tener que lidiar con esa enfermedad, reconozco que algunas veces echo de menos la manera en la que veía la vida cuando estaba al borde de perderla. El cielo era más azul, los días más largos, las personas eran lo más importante, respirar, sonreír y llorar me recordaban que todavía latía mi corazón, el silencio me hablaba, las cosas tenían simplemente su justo valor. Y nada era más maravilloso que saberme vivo.
Escribir este cuento me recordó que me sobran las razones para ser feliz y sentirme agradecida. Respiro. He conocido el amor. He dado y he recibido. Me he atrevido a soñar. He crecido a través de éxitos y fracasos para descubrir que todas estas experiencias me ayudaron a transformarme y a fortalecerme. En fin, ha valido la pena vivir después de todo.
El cuento “Un Día a la Vez” pertenece a mi audio libro “Cuentos de Recuperación”. Si quieres escuchar más “Cuentos de Recuperación”, adquiérelos a través de Audible.com. Si vives en Venezuela, puedes adquirirlos a través de la tienda de NoLaPeles.com/store. Para mayor información sobre los “Cuentos de Recuperación”, envía un e-mail a sonia.echezuria@gmail.com.
¡Dulces bendiciones!
Sonia Echezuria
Spiritual Life Coach. Ministra Interreligiosa. Pastora Clínica. Autora. Motivadora. Co-fundadora de BetweenAngels.com y de NoLaPeles.com. Su interés: cultivar y promover el amor, la bondad y la compasión.
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