Cuento erótico II
…Luna se atrevió a seguirla solamente porque en medio de la arena entrevió una baldosa de su patio.
A Luna no le extrañaba que le hablara en su idioma, en castellano (Origen y evolución del castellano), estando, como estaban, seguramente, en un país remoto y de idioma remoto, ya que consideraba que al traspasar la tela se encontraba en un sitio donde todo lo desconocido se hacía conocido, todo entregaba su secreto y todo lo deseado se hacía posible (Del morir al vivir). Lo que juzgaba fascinante era el modo como le había hablado ella, las palabras que había elegido para expresarse, que concordaban perfectamente con su aspecto, una concordancia tan extremada que parecía poco natural, y se dijo orgullosamente mientras la seguía: “Yo he creado esto” (Héroes).
La mujer se acercó a una carpa de colores que refulgía en el desierto, miró a Luna y corriendo una tela la invitó a pasar (El libro del desierto).
-Es la segunda tela que se rasga -dijo, sonriéndole a Luna que sonreía porque estaba diciéndose lo mismo.
“El adentro es el afuera del afuera”, fue lo primero que se le ocurrió pensar a Luna para contarse lo distinto que era ese mundo del interior de la carpa (Discriminación). El calor no existía ya, aunque tampoco el frío. Era una ola de tibieza manchada en partes por señales de algo menos que frío, sólo fresco. Sólo frescura tibia e inmensidad existían adentro de la carpa, que era mucho más grande por dentro que por fuera. Era infinitamente grande, acaso más grande que el desierto (La metamorfosis. Una metáfora de Kafka).
La mujer la tomó de la mano como si Luna fuera una niñita y empezaron a recorrer la carpa. Había perdido toda resistencia, estaba en un estado de abandono y recordó: “El Paraíso, es decir abandono” (Llegando al paraíso), y en eso vio un pedazo sombreado de la tina del patio, para caer de inmediato en preguntarle el nombre a la mujer:
-Mi pensamiento es pensar en ti -respondió ella (El pensamiento).
También esta respuesta le resultaba conocida, o quizás era la voz, lejanamente conocida. Caminaban hacia unos bultos dorados que estaban a lo lejos. Luna no se cansaba, pero sabía que habían hecho kilómetros.
De pronto la mujer dijo en francés:
-Regarde-moi, je n’ai plus peur…-y estaban donde estaban los bultos, que eran magníficas mujeres sabiamente doradas por el sol, desnudas y de ojos oscurísimos, acostadas sobre una alfombra.
Las risas eran finas, inocentes.
La mujer levantó un brazo y Luna vio debajo de la túnica abierta su extraordinaria ropa.
Era un corset escarlata, no rojo, de encaje, cubierto por lentejuelas negras. Los dibujos del encaje subían como llamas de la cintura al nacimiento de los senos que se salían del corset y mostraban las dos brasas del centro redondas y pintadas con carmín en el centro, a la vez.
Luna no pudo soportar el reclamo del brazo levantado y la carne cremosa que entreveía, y se arriesgó a abrazarla.
Pero la mujer dijo no con una sonrisa, moviendo simplemente la cabeza, y utilizó el brazo levantado para señalar el grupo de mujeres.
Luna recordó que lo que deseaba esa noche era un hombre, o muchos hombres, mientras observaba la sombra de un árbol que se posaba sobre la pared final del patio, adornada asimismo por una santarrita, mientras se acercaba hacia el montón de damas, como quien entra suavemente al mar.
“Creo que son demasiadas”, se dijo con pesar, pero sintió la onda de caricias que llegaba desde un enjambre de dedos ansiosos, y las risas preciosas, y la seda, la seda, la sedosidad de aquella fruta exótica.
No eran más de cinco o seis mujeres, pero parecían muchas más por la movilidad tenue de sus cuerpos, por el color uniforme de la piel y los ojos y por el parecido sorprendente de las caras. Tanto que decidió que podía definir el asunto como si se tratara de un cuadro o de una escultura, dándole un título: Las partes de lo único, y en un momento en que el principio del goce se lo permitió se corrigió a sí misma: Los múltiples sentidos, y en otro momento creyó que esas mujeres constituían simplemente La mujer, el nombre que le sonó mejor.
Aunque no pudo ser clara y estar lúcida durante mucho rato, porque aquellas mujeres, de quienes no conocía nada más que fragmentos de sus rasgos -y ahora ella estaba con los ojos cerrados- la habían recostado sobre la alfombra mórbida y la acariciaban punzándola con una delicadeza de flor, o, mejor dicho, como si ella fuera una flor muy delicada.
Abrió los ojos -abrir los ojos era uno de sus gestos de cuando iba a estar todo cumplido- e iba a rasgar la tela verdadera, pero en lugar de mirar cara a cara al placer miró primero una pequeña nube que saltaba por la pared del patio y enseguida miró a la mujer parada muy cerca de donde estaba ella con las otras damas.
La sultana, algo así le parecía a Luna que era, se había cerrado la túnica y con una sonrisa decía no simplemente moviendo la cabeza, y esa era una orden a las demás mujeres, era el mandato que ellas obedecían por el cual en el mismo momento dejaron de moverse y se quedaron desinfladas, extáticas, apenas vivas y con una visible pérdida de belleza y de color, sobre la alfombra, junto a Luna.
La mujer, acercándose, recitó: “La hermosura física pronto se marchita, pero…” y le extendió la mano levantándola, como si levantara el tallo de una planta muy frágil. “…la hermosura inmortal es más alta que el cielo de los cielos”, dijo Luna elevándose, completando la frase que nunca había escuchado y que, no obstante, le parecía haber escuchado. Y la había completado a la perfección, porque la mujer decía que sí en silencio, moviendo la cabeza hacia delante y con una sonrisa.
Luna volvió a sentir su gracia casi divina cuando le dio la mano, y atravesando el sitio que había estado cubierto por las mujeres y la alfombra, que ahora estaba vacío, siguieron recorriendo la carpa.
-¿Dónde están las demás? -preguntó Luna. Aunque en el momento en que la formulaba su pregunta fue como si perdiera fuerza y no esperara ser respondida, porque la mujer se había acercado tan cerca de su cara que casi tocaba tanto perfume y tanto enigma, y suponía que no estaba excitada (¡y tan furiosamente!) por la situación anterior sino por el contacto, por la proximidad de esta mujer que tenía debajo de la túnica una ropa tan rara, y debajo de esa ropa, con seguridad, una desnudez perfecta y luminosa, como la que había atisbado por las aureolas pintadas de carmín, y en la cara los ojos más profundos, dulces y esquivos, serenos y sensuales.
Ante este oleaje de palabras pensadas, Luna se quedó silenciosa. Eran sus propias palabras las que la arrastraban, sin remedio, sin remedio posible, hasta donde nada se podía cumplir; ni el amor, ni la vida, ni las visiones ni los viajes.
Miró tristemente la pequeña sombra redonda que había saltado por la pared del patio, que venía hacia ella en la forma de su gato, Azul de nombre porque ella lo había bautizado así por rebeldía, porque era blanco.
Miró después a la mujer, que le daba la mano y le decía:
-Todo lo que puedes pensar, con un beso solo lo puedes decir.
Y Luna se arrojó a aquella cara perfumada, besándola, y se escuchó decir “si fuera abeja me perdería en el círculo de tus ojos cerrados, de flor en flor, entre los suaves aromas de tu cara”, pero la mujer se escurrió de sus brazos repitiendo: “con un beso solo, con un beso solo”, tal como le había dicho.
Y reflexionó que estaba otra vez enredada en las palabras como en otra tela enmarañada, y que ésta era la más difícil de desenredar. La mujer la contempló un rato, deteniéndose, y dijo sí de la manera que Luna ya sabía, aunque quizás asentía a algo distinto, y continuaron caminando. (Continuará.)
Envío
Hoy mando mil perdones -y ramos de violetas secas.
Perdones porque no pude enviarles el cuento hasta el final; es demasiado largo para este sitio, me parece.
Ramos de violetas secas, porque Luna me los dio para ustedes.
Abrazos
Mora
PD: ¡Ah, y tuvimos la luna roja, la luna se puso colorada, diría Fabi!
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Namasté